LITERATURA: cuento de Laura Ferrero, “Muchas posibilidades”

Laura Ferrero Carballo es una periodista y editora española, que trabaja para varias editoriales y autora del cuento publicado. (Foto: El Ortiba).

BUENOS AIRES (Especial para EL SOL ABC-El Ortiba-Por Laura Ferrero). A veces, Amelia se esconde detrás de la verja y se queda ahí, de pie, observando cómo sus compañeros de clase, que salen en tropel, se abalanzan al cuello de esas madres que los esperan a la salida del colegio con los bocadillos envueltos en papel de plata, donuts para los afortunados, y bollycaos si aún hay más suerte. A Amelia le gusta quedarse ahí, a caballo entre los dos mundos, la escuela y la calle, agarrada a esa mochila en la que Cobi extiende los brazos con traje y corbata. «Friends for life», se lee en el bolsillo exterior. De puntillas, mirando a través del jazmín enredado en los barrotes, fantasea por unos segundos. Observa a las madres de sus compañeros, de sus amigos, y piensa en cómo sería ser hija de Susana, por ejemplo, que va a buscar a Matías con un 4×4 enorme de color blanco que aparca en la esquina. O de Pati, la madre de Tito, su mejor amigo, que no tiene marido porque se murió, pero tiene una casa con piscina a la que Amelia va muchos viernes. O de Antonia, tan divertida y cariñosa siempre, la madre de Alejo, al que el Ratoncito Pérez le trajo un viaje a París de regalo: le dejó una tarjeta debajo de la almohada y en ella se recortaba la silueta de la torre Eiffel.

En ocasiones, Amelia también fantasea con regalos caros escondidos en cajas de terciopelo, piscinas en frondosos jardines y madres que guardan en el bolso cruasanes recién hechos, bombones con guindas por dentro o bocadillos de mantequilla de cacahuete, como suele ver en las series. Pero sabe que también hay otras madres como Leonor, la de Ana, la niña más lista de clase, y Leonor es de esas madres, las peores, que llevan para merendar fruta cortada en un tupper, o frutos secos, y «eso sí que no podría soportarlo», se dice Amelia. Al menos, se reconforta, la suya, en algunas ocasiones, cuando su padre no está, le deja comerse una tostada de nocilla de dos colores.

Su madre la espera en la esquina de siempre charlando con las otras madres: la de Matías, la de Ana. Recibe a Amelia con los brazos abiertos y el bocadillo en el bolsillo de la gabardina; y lo saca cuando llega su hija y la reprende por salir, como ya es costumbre, más tarde que ningún otro niño de su clase.

—Nos vamos a ver pisos —se despide de las otras madres—. A ver si encontramos algo ahora que ya podemos mudarnos del barrio ese en el que vivimos.

Ninguno de sus amigos de clase ha estado nunca en su casa, el pequeño piso sin ascensor del «barrio ese» donde viven sus padres y ella. De manera que celebran los cumpleaños de Amelia en cafeterías, en parques, incluso una vez lo hicieron en el jardín de Tito porque los dos cumplen el mismo mes. Amelia se queja porque quiere invitar a sus amigos a casa, pero su madre no da el brazo a torcer: viven lejos, dice, demasiado lejos. Sin embargo, desde hace un par de meses, ha decidido que van a mudarse y Amelia la acompaña todos los viernes, cuando sale del colegio, y pasan la tarde entre laberínticas casas unifamiliares con piscina interior y jardín, y amplios y exclusivos áticos con galerías y vistas al parque. Ha aprendido a no preguntar demasiado y mucho menos cuando hay gente delante. Y muchísimo menos de dinero, aquel dios pequeño y burlón, como dice su madre, que las separa, por fuerza, de una vida completa, del zumbido sin interferencias de la auténtica felicidad.

A sus nueve años, Amelia se ha acostumbrado a que su madre cambie de opinión y a que cuente cosas distintas según el interlocutor frente al que se encuentre. Dice, por ejemplo, que están en «el barrio ese» porque la abuela está muy mayor y no pueden dejarla sola. O porque la consulta de su marido está muy cerca, tan cerca que así puede regresar a casa a comer, él, que es muy casero. Pero su padre no tiene ninguna consulta. Antes sí. Ella recuerda aún esos tiempos y le llegan destellos de su primera infancia, del apartamento en la playa, de esa vez que fueron a Estados Unidos y alquilaron un coche: el cinturón de seguridad automático que bajaba por el riel superior hasta encajarse él solo en la hebilla. También la foto que tiene con Goofy frente al castillo de Disney y el melón de color naranja, cantalupo se llamaba, que sabía tan extraño y que le dieron en una bandejita de plástico cuando pararon en aquella área de servicio.

Por otro lado, su abuela, que es la que le paga el colegio, no es mayor. El año anterior, el verano en que la ciudad se engalanó para recibir los Juegos Olímpicos, la vieron llegar a casa de la final de España contra Polonia y, con amigas suyas, también viudas, se habían pintado la bandera de España en la mejilla y contaban que se habían subido a la silla para corear «Quico, Quico, Quico» cuando el jugador marcó el gol que dio el oro a España.

Amelia nunca sabe qué responder cuando le preguntan por su casa y hace poco se sorprendió diciendo, una tarde en la piscina de Tito, que ellos también tenían una piscina en el terrado y que la suya era incluso un poco más grande y había unos salvavidas naranjas con los que el socorrista —porque también se inventó al socorrista— le dejaba jugar.

Cuando se despiden de sus compañeros y de las demás madres, enfilan la avenida de sauces llorones y Amelia escucha atentamente todo tipo de detalles sobre los pisos que van a ver.

—Hay uno que me gusta más que el otro, Ame —dice mientras bajan por la calle Escoles Pies—. Porque tiene una salita de billar que podríamos reconvertir en un cuarto de juegos para ti. Como el de Tito. ¿Qué te parece?

Su madre, alta y elegante sobre sus zapatos de charol, que a Amelia le parecen los más bonitos del mundo, se aparta el flequillo y le lee el recorte que lleva en el bolso: «Especial familias, muchas posibilidades. Espectacular ático dúplex con piscina privada situado en una de las mejores calles del Turó Parc. Finca con conserje y servicio de vigilancia. Vivienda rodeada de amplias terrazas, con el espacio principal en una planta y la zona de servicio y piscina en el piso superior».

Amelia asiente y se ilusiona por las posibilidades, y, cuando llegan a la dirección indicada, el vendedor ya las está esperando y se adentran en una portería elegante y saludan al portero. Les enseña el ático y entre suspiros y exclamaciones de su madre, el vendedor cuenta que es uno de los pisos más bonitos que ha visto jamás.

—El precio no será un problema para nosotros —escucha finalmente—. Viví un tiempo en un piso muy parecido a este —empieza su madre—. Trabajaba en Londres y vivía en una zona preciosa, llena de jardines. Era adjunta de dirección de una empresa textil.

—Qué interesante —responde el vendedor—. Barcelona le parecerá un pueblo, comparada con Londres.

—Una se acostumbra a todo. Pero estaríamos mejor en una casa como esta, eso seguro. Es que por motivos familiares vivimos lejos de aquí, ¿sabe?

Cuando se despiden, apresuran el paso todo lo que los zapatos de charol le permiten a la madre.

—Ay, Ame, qué nostalgia. Londres…, eso sí que era una ciudad. ¿Te imaginas que viviéramos ahí? ¿Cerca de Regent’s Park? Un día de estos, cuando tú seas un poco mayor, volveré a la empresa y ya verás —le dice—. Nos iremos tú y yo.

Cuando sus padres se enfadan siempre es de noche y Amelia escucha las discusiones camufladas entre los diálogos de las películas que ven. Su madre exclama, con grandilocuencia y desconsuelo, que ya ha tenido suficiente de esa vida y entonces Amelia se hace una bola debajo del edredón. «Si tan lista eres, eh, ¿qué haces aquí con un fracasado como yo?», dice su padre. Y Amelia se enfada con su padre, aunque tampoco sabe bien por qué. Supone que son cosas de ese dios pequeño y burlón, de las vacaciones, de querer algo que nunca tiene, pero la retahíla de quejas y lamentos de su madre siempre queda ahogada por la misma frase de su padre: «No será con lo que tú ganas, ¿no, bonita?». La discusión termina y Amelia escucha lloros e incluso algún portazo. Pero luego, al día siguiente, su madre está risueña y la acompaña de nuevo a la parada de autobús del colegio.

La segunda visita es una «exclusiva casa unifamiliar con jardín en Pedralbes. A reformar, muchas posibilidades», que tiene tres plantas y un jardín inmenso aunque descuidado, con una única palmera seca, moribunda, y una cabaña.

—Yo dormiré ahí —exclama, feliz, Amelia.

El vendedor sonríe:

—Es la casa donde el jardinero guarda las herramientas.

No hay sala de juegos en esta casa, diáfana y clara, aunque revestida de azulejos pasados de moda y gotelé. Lo único nuevo son las persianas automáticas que el vendedor les va enseñando, y a Amelia le parece mágico que tocando un botón se vayan oscureciendo las estancias a medida que las abandonan para entrar en otras.

—¿Qué te parece, Ame? ¿Nos la quedamos?

—Me gustan las persianas —responde.

—Tiene usted una hija deliciosa —dice el vendedor con una sonrisa de complicidad.

—El dinero no es ningún problema —vuelve a decir su madre—. Pero necesitaríamos mudarnos ya… y, además, esto de que aún no hayan terminado la pista de tenis del complejo y que en el anuncio del periódico conste como que sí… No sé si a mi marido le va a encajar, ¿me comprende?

El vendedor asiente.

—Pero sí, lo pensaremos. La verdad es que el lugar es envidiable, aunque claramente necesita una buena reforma. Y ya que estamos, sé que es una tontería, pero a mí esa palmera solitaria del jardín…, ¿podríamos quitarla? La he visto muy sola, ¿sabe? Como si fuera una metáfora…

La madre espera que el vendedor la siga, pero este enarca las cejas esperando que continúe. Amelia se retira un poco. Siente que vuelve a embargarla esa sensación extraña. De angustia, de desazón. La asalta una vez más esa palabra que le quema por dentro. Que le quema en los labios.

—¿Una metáfora? —pregunta el vendedor.

_De la soledad, quiero decir…

—Bueno, en cualquier caso, la palmera puede quitarse. Claro.

Cuando se despiden del vendedor, Amelia le pregunta qué es una metáfora.

—Hija, hoy en día no aprendéis nada en el colegio. Es como si tienes la piel muy suave y yo digo: «Tienes la piel de terciopelo». O «como la seda».

—Pero ¿y la palmera?

—Bueno, da igual, hija…, entre tú y tu padre. Menudas dos mentes privilegiadas que tengo en casa, por dios.

De camino a la parada del autobús, su madre sigue citando más ejemplos de metáforas y Amelia asiente embelesada. Después, rememora otra vez los tiempos en que vivía en Londres y trabajaba. Ahora, su madre, «temporalmente», como siempre dice, ha decidido no trabajar. Fue después de lo que le sucedió a su padre en la consulta, lo de la palabra tabú: arruinarse.

—Bueno, tampoco es que nos hayan encantado los pisos, ¿no, Ame?

—Ya —dice Amelia.

—Así que igual tampoco hace falta que se lo digamos a tu padre. Cuando tengamos la casa que nos guste se lo decimos. Así, de sorpresa.

—¿La podremos comprar?

—¡Pero claro! ¿Qué clase de pregunta es esa?

En la marquesina, esperando el autobús, Amelia piensa en confesarle a su madre la mentira que le dijo a Tito. Le da miedo que la puedan descubrir, pero al final opta por no hacerlo y suben al autobús. Por un momento cree que va a regresar esa sensación extraña, la palabra que le quema en la garganta. Pero pronto se distrae mirando a un bebé que duerme tranquilo dentro de un cochecito. Son diez paradas hasta que llegan a Plaça Catalunya, donde se apearán para ir hacia el metro. Cinco paradas más hasta casa, «el barrio ese». Amelia podría hacer el recorrido de memoria.

Su madre quiere marcharse del barrio y su padre siempre dice que no tienen dinero y que si quería un hombre rico, que habérselo pensado antes.

—Yo me merecía otra cosa —había escuchado Amelia que su madre le decía a una amiga por teléfono.

A veces, Amelia, cuando la observa desde la puerta del colegio, desearía decirle que no se preocupe por ella, que vuelva a trabajar, a Londres. A ser adjunta de dirección. Directora. Pero también recuerda aquello que le gritó su padre —«mentirosa»— en otra de sus discusiones. Sin embargo, Amelia nunca sabe. En su cabeza, su madre es una mujer capacitada para hacer cualquier cosa que se proponga. Cualquier cosa.

En el metro, las dos agarradas a la barra central, haciendo malabarismos para no caerse, su madre le pregunta qué quiere cenar y Amelia le pide fajitas.

—¿Cuándo nos mudaremos, mamá?

—Pronto. Hay que encontrar la casa que nos guste, ¿no?, la casa perfecta. En Londres me costó mucho encontrarla, no te creas. Piensa que trabajaba tanto que salía tarde y ya cerraban las inmobiliarias, que los ingleses lo hacen todo muy temprano… ¡Yo cenaba a las siete, máximo, imagínate!

—¿Volverás a trabajar algún día?

—Amelia, cariño, entonces ¿quién iba a cuidar de ti?

—Tito tiene una canguro. Yo también podría tener una canguro. O la abuela.

Observa cómo las puertas del metro se cierran y también las uñas ligeramente descascarilladas de la madre. Vuelven a agarrarse a la barra central, que está caliente de otras manos, y Amelia desplaza las suyas hacia la parte inferior, donde intuye que estará el frío. Piensa de nuevo en la palmera, en la metáfora de la palmera.

Siente, de repente, que los ojos se le empañan. Hay una palabra que le quema. La tiene atragantada desde hace días, meses. Cuando la madre recoge la mesa, cuando dobla meticulosamente los pañuelos de algodón con las iniciales del padre. Cuando rememora Londres y Regent’s Park pero nunca le enseña fotos de esa época, o cuando aquel día, ayudándola con redacción de clase de inglés, confundió chicken con kitchen y Amelia no quiso sacarla del error. O cuando devuelve ropa que se ha puesto pero que no puede pagar. O la historia de aquel novio que tuvo que vivía en una mansión con las picas de mármol y un chófer «con gorra y todo». A veces, la palabra le quema en los labios y tiene ganas de llorar. Porque últimamente siente que su madre tiene miedo. Que está asustada y sola, agarrada a la barra central de un metro del que no se atreve a bajar.

Decide decirla, la palabra. Pero se da cuenta de que solo queda una parada y en el vagón han entrado unos rumanos con el acordeón y cantan que «cerco un centro di gravità permanente» y su madre hace amago de moverse, como si bailara, para hacerla reír, y Amelia, incómoda, se fija en la tirita despegada que le sobresale por el exterior del charol azul eléctrico del zapato izquierdo. Le arden los ojos, y vuelve la palabra, pero a veces duda, porque teme equivocarse, y el metro se está ya deteniendo al llegar a su parada y, antes de bajar, empieza:

—Mami…

Pero se detiene en seco. Le quema el corazón y se queda en silencio. Salen del vagón y su madre ni siquiera la ha escuchado.

No va a decirla.

Amelia crece, se hace mayor, mientras avanzan por el andén y su madre le va relatando aquella vez en que, estando en Londres, un hombre que era dueño de una fábrica de muebles de diseño se quiso casar con ella, pero ella dijo que no. «Con cuál de las casas que hemos visto hoy te quedas, ¿eh, Amelia?, va, que estás muy callada. Ay, cómo me apetece que hagamos juntas unas fajitas para cenar.» Y mientras suben las escaleras que las llevan por fin al exterior, a ese barrio alejado de las piscinas y de los 4×4 que esperan a los niños en la esquina, Amelia agarra con fuerza la mano de su madre, que se ríe y le dice que no sea tan bruta. Que le duelen los dedos de la fuerza y que haga el favor de soltarla. Pero Amelia no quiere y, aunque está disgustada, incluso asqueada, sabe que su único deber es seguir agarrándola para que ella, la madre y la mujer que cree ser, se quede. Porque si la suelta, desaparecerá.

 

(De La gente no existe, Alfaguara, 2021)