BUENOS AIRES (Especial para EL SOL ABC-Por El Ortiba). Compartimos muy buena literatura, par el fin de semana, ya casi terminando el año, para salir de la rutina que a veces nos enferma. Para conocer otros pequeños mundos, desde nuestra cama, nuestra oficina, o para cualquier lugar de la casa que nos invite al silencio, a la pausa.
——-…….LOS RITOS………——
Por Abelardo Castillo
Lo que abyectamente me hacía falta era sol, mosquitos, remar hasta quedar echado, olvidarme, por medio del embrutecimiento físico, de dos o tres ideas grandiosas que en los últimos tiempos venían acosándome: el suicidio, entre ellas. Empeñé, por lo tanto, la máquina de escribir, le dije a la señora Magdalena que necesitaba unos pesos, miré tu retrato, Virginia –tu retrato a lápiz hecho por mí una tarde de canteros andaluces y otoño, en el Rosedal–, murmuré entre dientes y no sin ternura que todas las mujeres son una manga de hijas de puta, y, considerando mejor el empeño de la máquina, vendí por lo que me dieron las figulinas japonesas y las terracotas, tus tortugas de caparazón de nuez y hasta el abominable bonzo de arcilla que me obligaste a comprarte en Montevideo, tiré a la basura lo invendible, desempeñé la Remington, tapié de libros como lápidas la repisa y me tomé un tren para San Pedro.
Tres horas más tarde, los naranjales dorados y el peculiar olor a podrido de la refinería que han hecho a la entrada del pueblo me hicieron olvidar los muñequitos. Venía pensando en ellos, en tu costumbre de ordenarlos a tu modo: un caballo de mar junto a la geisha; la tortuga de caparazón de nuez fingiéndole –jurándole, decías vos– amor eterno al samurai de la enorme maza; una miniatura de Balí, tallada a mano, dejándose cortejar por cualquier kokeshi de cincuenta pesos, todos en el más heterodoxo desorden, sin el menor respeto por las leyes de la perspectiva, las jerarquías, la unidad de estilo o la Lógica, pero amándose. Me acuerdo de la primera noche en que, al darme vuelta en la cama, no te encontré a mi lado. Estabas ahí, de pie junto a la biblioteca, cubierta a medias con una camisa mía y con un gesto de preocupación tan grande que solté la risa. Me miraste con seriedad y dijiste:
–Vos no sabes querer. ¿Nunca te lo dijeron?
–Mira, no. Y menos a esta hora, y menos una mocosa después de una primera noche de alto vuelo como ésta –respuesta que, en vez de cínica o inteligente, me salió más bien tirando a puerca. Pensé, con estupidez, que ibas a llorar.
Entonces te reíste.
–Yo te los arreglo –dijiste.
Y ésa fue la primera vez que ordenaste, a tu modo cachivachero, los muñequitos de la repisa. Después, durante tres años, cada vez que venías a mi departamento te ocupabas, a tu manera, de reordenarme el mundo.
Y esto lo recordaba no ya en el tren, sino, unos días más tarde, en la vieja casa de San Pedro, de espaldas en la cama y mirando el techo mientras trataba de averiguar, Virginia, por qué una muchacha como vos, es decir con tus ojos, con tus maneras de bachillerato nocturno, se tiene que meter en la vida de un sujeto como yo, en vez de casarse, como corresponde, con un buen empleado de Correos o un cuentacorrentista y parir unos cuantos hijos, y criarlos. Porque, a decir verdad, los sentimientos son una cuestión de perspectiva. Tumbado al sol en el Club Náutico de San Pedro, o mirando un techo que aún repite antiguas rajaduras de infancia, la única mujer que tiene sentido es la que se tuesta al sol con uno o nos enciende el cigarrillo, en la cama.
–En qué pensás –oí, al sol.
–En vos –dije.
–Originalísimo –oí.
Adela era inteligente. Y las mujeres inteligentes que se tuestan al sol con uno son la sal de la tierra. Nos conocíamos desde la adolescencia; leales amigos que cada dos o tres años no desdeñan dormir juntos, en vacaciones, y pueden jurar durante ese mes que, en realidad, el otro siempre ha sido el gran, el único amor de su vida.
–Cierto –dije–. No pensaba en vos, sino en María Fernanda, la mujer del bioquímico –y pensaba, Virginia, que lo peor de todo era haberse acostumbrado finalmente a verte llegar a mi departamento con un caracol recogido en cualquier plaza o una figulina de teja envuelta en un papel de seda, o a encontrarte sentada tranquilamente en el umbral de la puerta de calle y hasta en el cordón de la vereda, sin preocuparme a mí de dónde venías o adonde ibas cuando no estabas, porque lo fundamental era que no metieras ruido ni molestaras mucho; verte aparecer, simplemente, al rato de habernos separado o un mes después, trayendo una hoja de árbol que a vos te parecía la cúspide de lo bello, y que era una hoja de amaranto seco o de paraíso–. No hago más que pensar en eso desde que vine –le dije a Adela–, en que me gustaría saber cómo hizo el bioquímico, con esa cara, para casarse con una mujer como María Fernanda.
María Fernanda era la mujer de un bioquímico, el que, en efecto, tenía una más que regular cara de idiota. Ella era altísima, de manos góticas, le encantaban (supe esa noche) los intelectuales rebeldes, de izquierda, tenía un vago aspecto de orquídea o de planta carnívora, pero había en ella cierta claridad que me daba ánimos; y ahora estaba tomando sol justamente detrás de nosotros.
–Callate que te va a oír –dijo Adela–. Está tirada justamente detrás de nosotros.
–Ya lo sé –dije yo–. Si lo que quiero, justamente, es que me oiga.
Motivo por el cual esa misma noche, en el baile del Club Náutico, Adela bailaba con el marido bioquímico, y yo, en una mesa junto a los ventanales que dan al Paraná, me encontré contándole a María Fernanda, sin razón alguna y como en un arrebato de delirio, la historia de las figulinas de mi repisa. Antes, naturalmente, hablamos de la condición humana en general, de astrología, de música concreta y de una teoría que inventé allí mismo acerca de mi concepción de Lo Poético. Yo quería escribir libros asquerosos. Ya que el martillero público y la señora del escribano y el bioquímico, es decir el Burgués, son mi desocupado lector, había que enchastrarlos todos. Que al abrir la caja de Pandora, en vez de la Esperanza, les quede para lo último una cagada de vaca. Y María Fernanda me observaba con divertida curiosidad y, al ritmo de la música, yo me volvía más pantanesco y cloacal. Ella se reía y adoraba, en mí, a los intelectuales de izquierda. «Sobre todo», dijo, «si somáticamente parecen de derecha.»
–Linda frase –dije yo–. El día menos pensado la perpetúo –me reí, con disgusto; ella había agregado:
–Y sobre todo si, como vos, no se diferencian en nada de nosotros. Dame whisky.
–¿Nosotros? ¿Qué ustedes?
–Los malos. –Me miraba, alegremente. Tenía ojos estriados, como ranuras, y un gesto que la hacía parecer diez años más joven. –Mira que sos farsante. Y petiso. ¿Sos comunista?
–Soy loco. Una especie de terrorista cristiano, de masón de izquierda. En realidad, soy un suicida revolucionario. Mi madre me abandonó a los ocho años y eso, ideológicamente, me quebró. A los diez, leí a Lenin, a Salgari, Gargantúa y Pantagruel y al conde Kropotkin. Tomé la Comunión. Pasaron los años y escuché la Sinfonía de los Juguetes: esa noche pensé matarme. A la mañana siguiente conocí a una muchacha; la única mujer que amé, antes de conocerte. Ella dejó de venir a mi departamento hace seis meses.
Jamás le pregunté dónde vivía, y ahora ya no voy a volver a encontrarla nunca. Seguramente se casó, e hizo bien; tenía el tipo físico justo para engordar con el tiempo y colgar pañales en la cocina: siempre me la imaginé con olor a caca de nene y a leche cuajada. Era, propiamente, la que describió Baudelaire cuando dijo aquello de que, para nosotros, sólo dos tipos de mujeres. O las adolescentes o las cocineras. Mi verdulerita unía, diabólicamente, ambos estilos. En mi vida le pude hacer pronunciar la palabra Weltamchauung, ni creo que la tuviera. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Suicida, eso es lo que soy; pero con conciencia histórica. Y no tan petiso. En cuanto a. ser o no un farsante, tate tate fólloncicos, dijo Quijano. Nunca te arriesgues a juzgar los procesos históricos a la luz de mi tristeza infinita, porque fuera de que estoy desesperado, y eso, en un poeta, justifica cualquier tipo de desviaciones, puede ocurrirte que el día de la revolución niegue haberme acostado nunca con vos, y farewell. Que te maten sin asco.
–Bueno –dijo María Fernanda–, salvo que en realidad nunca te acostaste conmigo, tu programa parece espantoso, ¿no?
–Las mujeres –dije– siempre reparan en lo accesorio –y pensé, Virginia, en vos: cubierta con mi camisa y oficiando el ritual de las figulinas, o reprochándome una noche que no hubiese notado, en todo el día, qué fecha era hoy o qué nuevo adefesio habías agregado a las parejas de la repisa; algún pollo anaranjado, de esos de peluche ceñido con anilina, alguna jirafa de vidrio–. Son naturalistas. Yo te invento, nada menos, una historia de amor re-volucionaria; vos muriendo fusilada ante mis ojos glaciales, y el pueblo, en armas, cantando La Internacional. Y me salís con que todavía no nos hemos ido a la cama. –Y empezaba, lentamente, a divertirme.
–¿Todavía? Fijate que no sé si lo que me gusta en vos es tu caradurismo o que no seas ni la mitad de audaz de lo que te imaginas. Y pórtate bien que ahí vienen Adela y mi esposo.
Adela y el bioquímico llegaron a nuestra mesa. ¿Ya está?, me preguntó Adela al oído, al mismo tiempo que con misteriosa simultaneidad conseguía decir: «Tu marido baila divinamente», encendía un cigarrillo y se miraba en su espejito de mano. Yo dije que no; recién iba por el whisky de la revolución social, dije. María Fernanda le comentó a Adela mi Poética. Ah sí, dijo Adela riendo: él tiene un sentido más bien fétido de la belleza. Yo admití que era verdad. Mi anhelo, en cierto modo, era escribir grandes libros de mierda. El bioquímico, algo asombrado por el giro que estaba tomando nuestra conversación, hizo el gesto astuto de quien todo lo entiende, vamos, en boca de la juventud, y con bioquímico buen humor, liberal farmacéutico diplomado seductor de Adela y amigo mío, me preguntó cómo era eso de que yo, siendo comunista, tomara whisky.
–La alienación –dije–. Cómo hago para verte a solas –agregué en voz baja, al oído de María Fernanda–. Aparte de que soy coherente, doctor. Me he prometido consumir cigarrillos im-portados y whisky escocés, hasta fumarme y tomarme todo el imperialismo –frase que en modo alguno era mía, pero que siempre da excelentes resultados con un bioquímico. Ellos rieron.
Yo era simpático.
–Mañana –dijo María Fernanda.
–¿Bailamos? –dijo Adela.
–Permiso –dijo el bioquímico, poniéndose de pie con Adela y dirigiéndonos una rápida mirada de disculpa, algo delictiva, a su mujer y a mí. Yo, con estúpido gesto de intelectual marxista, o paralítico, que reconoce la superioridad física del ágil y undano bioquímico que se nos lleva la mujer ante nuestros propios ojos, murmuré a María Fernanda:
–Tiene pelos, en las orejas.
–Qué –dijo María Fernanda.
–Que tu marido tiene orejas con pelos, ¿no te fijaste?
–¿Sí? –dijo ella con naturalidad.
Me agredió, tan imperturbable. No me gustan las mujeres más inteligentes que yo.
–Qué te pasa –dijo ella, al rato.
–Que todo esto es frívolo, e hipócrita. Que desde mi llegada a San Pedro estoy buscando una oportunidad de estar a solas con vos, de hablar. Y, cuando la tengo, la banalizo y la empequeñezco, y me hago el Casanova; el terrible. Oíme, María Fernanda.
–E inicié el gesto vehemente de rodear con mi mano la suya, que sostenía el vaso a la altura de su boca, y con rapidez cerré la mano y apoyé el puño sobre la mesa, tímido, o torturado, o como a ella le gustara más. –Oíme. Necesito realmente verte. Estar con vos, lejos de este ruido de miércoles, y sin Adela ni tu marido ni estos idiotas –levanté la voz e hice un ademán amplio que abarcaba todo el club, o todo el país, y noté, en sus ojos, que yo estaba bastante impresionante–, estos idiotas, que lo único que pueden imaginar de esto, de nosotros, es que quiero acostarme con vos.
María Fernanda me miraba, algo maravillada. Y ahora estaba de verdad hermosa y había adquirido, toda la mujer, esa cualidad de transparencia que consigné antes.
Repitió:
–Mañana, ya te lo dije.
–¿Cuándo me lo dijiste?
–Hace un momento, cuando me lo preguntaste. Qué te pasa, ahora.
–Nada –dije–. No me pasa nada. Me pasa que no soy «ustedes», si te parece bien. Que yo no puedo atender, simultáneamente, mil cosas a la vez; al menos, cuando hay una que me importa.
Volvió a mirarme, a los ojos; con mucha seriedad ahora: tu gesto, Virginia, junto a la repisa.
–Decime, ¿estás seguro de no ser muy mal bicho?
–Me lo tengo merecido –dije con frialdad, mientras me ponía de pie–. Por imbécil.
Y ahí nomás di media vuelta, saliendo entre las parejas en dirección a la puerta. Era bastante arriesgado, lo admito. Pero el hecho es que cuando oí mi nombre, detrás, pronunciado por María Fernanda en un tono nada contenido, tampoco me detuve. Ella me alcanzó a tomar del brazo justo en el límite del salón. Nos miraban; a ella no pareció importarle. Sólo hizo un mecánico gesto de estar caminando naturalmente tomada de mi brazo. Me dijo:
–No entiendo nada. Pero no me hagas hacer, si no hace falta, cosas como ésta.
Salimos. La besé en la arboleda que da al camino. Volvimos a entrar antes de que terminara la pieza. Entonces fue cuando le conté, de algún modo, lo de los muñequitos. La historia, Virginia, contada entonces, era bellamente más triste. Y no estoy seguro de que, esencialmente, no fuese también más verdadera. Hasta yo me conmoví, haciéndote llegar sabe Dios de dónde con tus hipocampos disecados, que a lo mejor fue sólo uno, y tus cambalacheras figulinas de teja pintada, y tu disparate. De pronto te parecías bastante a María Fernanda, y no tuve más remedio que agregarte unos años, y también unos centímetros. El pelo coincidió solo. Y yo llegué de noche a mi departamento después de acciones repulsivas, de camas infames y cópulas con intelectuales corrompidas, borracho y semiloco de miedo a morirme sin haber vuelto a leer Sandokán y puteando a Dios y al género humano por puercos, y feos, y decepcionantes, pensando que todo lo que nace debiera ser inmortal, o no haber nacido, abjurando, como quien comete adulterio, de una inmortalidad que dura apenas lo que dura el mundo y ni un solo día más allá del juicio final o de la guerra atómica, llorando de risa por mí y por todos los cretinos hijos de perra que llaman belleza a lo que no es sino un estado, un minuto grotesco de un proceso de descomposición, haciéndome pis, en la figura del árbol de la puerta de mi casa, sobre la cabeza de todos los que escriben libros y pintan cuadros y componen sinfonías, y aman a una mujer, y suben las escaleras hacia su departamento dispuestos por una vez a acabar dignamente este asunto. Basta de papelerío. Al fuego con todo y uno por la ventana al medio del patio del vecino. Y sin embargo, no. Porque yo encendía la luz de mi pieza, Virginia, y ahora que lo escribo ya no sé si esto lo inventé o fue cierto, y te encontraba a vos; en cualquier parte. Sentada en cuclillas una noche, debajo de la mesa: recibiéndome sorpresivamente con un ladrido que por poco me hace saltar realmente por la ventana, o escribiéndome una carta, acostada boca abajo en la cama. Una de aquellas cartas que luego nunca se atrevía a mostrarme, por su letra infantil y sus electrizantes faltas de ortografía. Y yo, en la historia, me reía entonces. Y uno, mientras está vivo y ama y tiene ideas, es inmortal, qué joder. Y mientras corre a una muchacha por la pieza para quitarle una carta, y ladra, o muge, y le recita el monólogo de Hamlet envuelto en una sábana o cantan juntos la Marcha de San Lorenzo hasta que viene la señora Magdalena a preguntar si uno se ha vuelto loco, uno es Dios. No importa que esto no haya ocurrido nunca. Lo que importaba era contarlo; sentir, debajo de las palabras, que un día te hartaste de mis silencios, de mis libros, de mi máquina de escribir metida en las orejas y hasta metafóricamente en la vagina. Y así como vino, se fue. No dije lo que yo acababa de hacer con las terracotas de la repisa, ni cómo tiré a la basura las porquerías invendibles; dije que un día, antes de que te fueras, y no después, había terminado por hacerte una canallada. Innecesaria, imperdonable. «Porque sí, María Fernanda», dije. «Porque hay dos tipos mal nacidos al estado puro; nadie sabe por qué.» Y María Fernanda dijo:
–Vos sos bueno, en el fondo.
–Te felicito –murmuró Adela, al llegar a nuestra mesa. María Fernanda, con la excusa de ir a arreglarse la pintura, se había puesto de pie. El bioquímico era feliz.
–¿Te fijaste? –le dije a Adela–. Él tiene pelos, en las orejas.
Y más tarde, habiéndome Adela enjabonado la espalda en la bañadera de casa, y yo a ella, estuvimos a punto de morir ahogados ahí mismo al evocar la capilaridad orejal del bioquímico. Y yo canté la Marcha de San Lorenzo, y recité desnudo el monólogo de Hamlet, y me enteré en la bañadera de que el bioquímico viajaba a Buenos Aires todas las semanas, y cerca del amanecer, antes de dormirme, le hice jurar a Adela que no me iba a olvidar nunca en su vida, y Adela, llorando, se abrazó a mí. Y así, abrazados, nos quedamos dormidos. A las cuatro o a las cinco de la tarde, cuando me desperté, ya nos amábamos menos y yo estaba algo sediento. Adela me preguntó si quería que ella me alcanzara en el coche hasta la casa de María Fernanda; yo acepté, no sin antes pedirle que me pelara una naranja. A partir de allí, y durante el mes que duró mi estada en San Pedro, los días, anecdóticamente hablando, no ofre-cieron mayores alternativas. Que al principio me olvidé de las figulinas y me tosté, bien tostado, hasta no aguantar las sábanas, de ambas cosas podría dar testimonio, si hablara, la cama colonial de María Fernanda. Lo que pasó en ella, y en la cucheta del María Fernanda II –designación que aludía a la diminuta descendiente del bioquímico, de tres años, ojos idénticos a la madre–, y en un rancho de la isla, y en el mirador del Náutico Viejo, yo no soy quién para contarlo. Los minuciosos volúmenes que, a propósito de esta sagrada y ritual alegría de los cuerpos, llenan las bibliotecas del mundo; las originales acrobacias que nuestros novelistas obligan a realizar a sus héroes cuando sencillamente canta en la sangre la limpia y pura y mozartiana armonía de un hombre y una mujer latiendo desnudos al ritmo del corazón del universo; los barrenamientos de caballeriza que estos bárbaros consignan con el nombre de cópula me impiden a mí contaminar de literatura mi relación con María Fernanda. Eso era la vida misma, y la vida, en su tensión más alta, no tiene nada que ver con la palabra. Y en esto se parece a la muerte. Y ciertas mujeres, en la cama, sólo admiten el sagrado silencio o la metáfora. Y la única metáfora que ahora se me ocurre es que imaginarse a un elefante entrando en una exposición de cristales de Murano es una figura menos catastrófica que pensar al bioquímico echado, con ruidoso jadeo, sobre la cama colonial de María Fernanda. Me consuela pensar que, por patadas que dé el elefante a las vitrinas, comprenderá tanto el espíritu del cristal como el bioquímico gozará a María Fernanda, así lleve quince años embistiéndola por el bajo vientre. También llovió, esos días. Hubo una carrera de Ford T, pintarrajeados para el caso, en la carretera que va del club al balneario. La crecida del Paraná dejó a cincuenta familias de la isla sin casa, y la tormenta arrancó los embalses hasta Santa Fe. Yo oía las noticias acostado, generalmente. Y así me enteré de que los hidrómetros del observatorio llegaron a marcar seis metros de Paraná sobre el nivel normal. Casi me ahogué, con whisky, y de la alegría, cuando leí en el diario que los Mig soviéticos iban por fin a entrar en acción en Vietnam. La felicidad me duró poco, porque, una tarde, María Fernanda se puso lamentable y, en una especie de ataque de locura, amenazó con abandonar para siempre al bioquímico y a la hija y a venirse conmigo a Buenos Aires.
–Llévame con vos –dijo.
Ella me serviría café mientras yo redactaba grandes obras: comeríamos lo que hubiera.
Esa noche dormí con Adela. Cosa que por otra parte me veía obligado a hacer los fines de semana, pues el bioquímico regresaba de la Capital y había que tender la cama. E inventé un cóctel. Y fui a cazar patos salvajes al Tabaquero. Y volvió a salir el sol y volvió a llover, en cualquier orden. Y a veces hubo descuidos. Grietas peligrosísimas, Virginia, por las que repentinamente, en mitad de un tango o de un informativo sobre los varios miles de muertos del terremoto de Chile, país hermano, o a través de un gesto de Adela o de María Fernanda, o incluso en el mismo cénit de la telaraña cósmica de la Gran Fuga de Bach (justa y absurdamente e incomprensiblemente allí) aparecía un pie de muchacha, adolescente y descalzo, o una ramita con forma de bailarina por la que hace años debí treparme a un árbol en el Parque Lezama, y casi me desnuqué, o se oía un horripilante ladrido capaz de matarlo a uno. O de arrancarlo a carcajadas de la muerte. Motivo por el cual yo pedía permiso, en San Pedro, e iba, con regularidad asombrosa, a la letrina. Los diarios anunciaban que había llegado a nuestro planeta la luz de una estrella que se encendió hace un millón de años, o Adela me hacía señas de que tenía la bragueta desprendida. Eramos instantáneamente eternos en un eternamente momentáneo universo con estrellas detectadas, por el telescopio de mi bragueta, milenios después de haber estallado y, quizá, de haber muerto. Y hubo tardes nubladas. Y una de ellas, al pasar frente a la Biblioteca Rafael Obligado, rumbo al Club Náutico, corrí el serio peligro de una Caída prematura. Intoxicación que en esa etapa de mi convalecencia podía resultarme fatal: porque de pronto entré y me sorprendí a mí mismo, con el pantalón de baño colgado del cuello, tomando apuntes grandiosos del Fausto, de Goethe, tomándolos con ferocidad, pensando bajo las letras escritas algo así como yo te voy a dar, ¡oh Yegua!, ya vas a ver a los nietos de los hijos que te haga el cuentacorrentista robando con veneración mis libros de las bibliotecas y muriéndose de risa de esa vieja loca sin dientes que farfulla moviendo la cabeza que ella lo conoció a él, sí, cuando era desconocido y joven, y tan triste, guau, y los niños retorciéndose de risa cantando con pura crueldad de niños uh, uh, uh, qué vas a conocerlo abuelita guau, tan bruta y analfabeta como fuiste siempre, abuela farandulera, Carlota en Weimar. Menos mal que en eso oí una frenada y la bocina del coche de María Fernanda, y la vi a María Fernanda tal como era en el siglo XX y en un pequeño pueblo turístico de provincia, llamado en ese entonces San Pedro, y salí a la calle, y María Fernanda juntó sus dedos medievales agitándolos en el extremo de su transitorio y corruptible brazo, pigmentado ahora por el sol, y dijo qué hacías ahí metido, con este día. Yo noté que el cielo, repentinamente, se había limpiado. Nada, respondí: estaba a punto de perder el alma. Y subí al auto. Y bajé. Y nadé. Y remé. Y fui crucificado, muerto y sepultado en la pelvis de María Fernanda. Y descendí a los infiernos y resucité al tercer día, acostado a la diestra de no sé quién, porque Dios Padre no era, y Adela tampoco, ni podía ser María Fernanda pues está-bamos en Semana Santa y el bioquímico, aunque respetó la abstinencia de la carne, pasó la Pascua en su casa. En fin: que a partir del momento en que Adela me peló una naranja, hasta la madrugada particularmente curativa, y de alta repulsión, que determinó mi regreso a Buenos Aires, sólo acontecieron, como ya lo he dicho, las alternativas no anecdóticas; las que hacen del mundo real un simultáneo y algo contradictorio pandemónium de terremotos en Chile, braguetas, funciones gastrointestinales, estrellas milenarias, la práctica del remo, metabolismos y metafísica; apelmazamiento difícilmente reinventable en estas páginas. Suponiendo que yo –aunque esté quizá demorando adrede esta historia, este otro rito oficiado fríamente a máquina, tomando mate de espaldas a la repisa bien tapiada de libros no tuyos, incompatibles con tus peluches y tus morondangas y tus ritos, libros anchos, sacrificiales, como lápidas–, suponiendo que yo tuviera ganas de reinventar el mundo real. Y menos si incluye a la hermosa gente. Tres mil millones de seres celebrando cada día, por turno o simultáneamente (puede darse el caso), idéntica ceremonia en inodoros, excusados, pequeñas escupideras, sencillos agujeros o pasto, son una buena imagen del culto que le rinde a su Creador esta cretina y flexible especie. Y bien. El 11 de abril, víspera de mi regreso, el horóscopo me aseguró que el tránsito de Venus por Aries estaba en su apogeo. Leí también que el pulpo del acuario de Berlín, con gran criterio, venía devorando hacía un tiempo sus propios tentáculos, con el objeto aparente de suicidarse. Ya llevaba comidos cuatro. Esa noche, en casa de María Fernanda, yo exalté la autofagia. Uno se volvía ibseniano, le ex-pliqué; te imaginas, se transforma en uno mismo. Sin contar que lo único que no podes comerte es tu propia cabeza. Y ella, mordiéndome en diversas partes, llegó hasta mi nuca y allí murmuró que de eso se encargaba ella. Después me preguntó si no había leído una noticia muy linda referida a un congreso científico, en Washington, donde se discutió el comportamiento sexual de la cucaracha. Yo terminé de desvestirla.
–No seas ególatra –le dije–. Me haces acordar a esas chicas que te preguntan si no has visto tal película porque ellas se parecen a la actriz.
–Cállese, adulador –dijo ella–. Se lo habrá dicho a tantas.
Y así hablamos y jugamos y reímos y mordimos y cucaracheamos, hasta que yo sentí una especie de hachazo en el medio del pecho, o del alma, y me tapé la cara con las manos en la oscuridad y me encontré diciéndole que la quería.
Ella encendió la luz. Yo abrí los ojos.
–Lo que me emocionaría mucho –dijo ella, rígida–. Si no fuera que acabas de llamarme Virginia. Por segunda vez. Busqué un cigarrillo. Lo encendí.
–Bueno, no es la única mujer con la que me pasa. –No era el mejor camino; pero, de cualquier manera, ya no tenía arreglo. –Perdona, no fue eso lo que pensé decir.
El resto es previsible. Con idiotez, traté de abrazarla; ella se apartó. Yo me enfurecí, con ella y sobre todo conmigo, y me puse a fumar y a mirar el techo. De modo que por segunda vez; la primera, entonces, María Fernanda había estado bastante generosa. La miré de reojo. Ella, a mi lado, fumaba en silencio y miraba el techo. Lástima, claro, que siempre se las ingenian para que uno lo note. Y a los veinte minutos, aquel fumar y aquel callar y aquel rozarnos era tal porquería, y tan monótono, que lo mejor fue abrir las alcantarillas y tirarse de cabeza.
Incoherente, comencé:
–Por lo demás, si supieras –y María Fernanda, su voz apagada, me interrumpió:
–Ya lo sé –dijo.
Me senté violentamente en la cama.
– Si supieras lo que significó para mí, carajo, no adoptarías ese aire de Blanca Nieves ofendida.
Ella no levantó la voz, ni me miró.
–Ya lo sé. Uy, si lo sé. Ella era silvestre y acomodaba ritualmente tus figulinas, con gran sentido erótico. Caballito con geisha; kokeshi con Santa Bibiana de Bernini. Y ahora pregúntame si estoy celosa, así yo puedo contestarte que no seas idiota. Y tortuga macho con máscara javanesa. Me lo contaste diez veces, y hace veinte días que nos conocemos. Y la pequeña Virginia llegaba a tu departamento como Alicia al País de las Maravillas, y se quedaba, en camisa, palmeteando con manos regordetas con hoyuelos ante la vitrina donde…
–La repisa –dije secamente–. Se trataba de un pedazo de biblioteca. Seguí.
Yo estaba sentado en la cama. María Fernanda hablaba con voz controlada, tenue: un arroyo impersonal y transparente, fluyendo.
–O repisa, o jaula del canario, porque para la Sirenita, puesto que eran tuyas, esas cosas se le figuraban escaparates con arabescos de André-Charles Boule, propiedad del rey sol. Y luego de palmetear, o de llegar misteriosamente de nunca supimos qué sitio, o de esperarnos en el cordón de la vereda con sus excitables hipocampos y sus marfilinas, iba y ponía geisha con pollito, bambi con la Victoria de Samotracia original, hoja de árbol del Paraíso con palacio del generalife.
–Delfín –murmuré yo, y ella se interrumpió–. Que los muebles tallados por Boule, no fueron para el padre, sino para el hijo: para el Delfín. Y ahora, María Fernanda, sería muy lindo si nos calláramos.
Yo seguía sentado en la cama; ella, sin mirarme.
–Pero, por qué –dijo María Fernanda–. Si en el fondo nos encanta; si no hay nada tan ajeno a todo lo que odiamos, a nuestro falso orgullo, a nuestra frivolidad, como la muchacha silvestre de las figulinas. Que lo dio todo… podía darlo todo, sabes. Sin pedir nada a cambio. Que era capaz de vestirse sólo con nuestra camisa, y servirte café hasta que la mates. Y comer, realmente, lo que hubiera, imbécil. Y caballito con geisha y tortuga con peluche. Y vos, y yo. Y algún día iba a abrir una gran valija llena de piedras de colores de cuando era chica, y hojas otoñales, e iba a decirte: vine, viste. Y se iba a quedar.
–Callate –murmuré.
–Y vos, por fin, ibas a ser feliz. Y puro.
Le di un bofetón real, impremeditado. Con toda mi alma.
Le dije:
–Ya no tenes edad para jugar a estas cosas. Me dijo:
–Te agradecería infinitamente que te fueras de mi casa.
Fue bastante bueno, lo confieso. Vestirme, en esas circunstancias, resultó una de las operaciones más abyectas, ridículas e intolerables que me he visto obligado a realizar en mi vida.
A la mañana siguiente me fui de San Pedro.
(De Cuentos Completos, Alfaguara, 1997)