LITERATURA: Juan Forn nos acerca su talento mediante el cuento “Para Gaby, si quiere”

Juan Forn, escritor y editor, que falleció el año pasado. (Foto: El Ortiba).

BUENOS AIRES (Especial para EL SOL ABC-El Ortiba). Entre tanta hojarasca hubo aparecido, con nuevos aromas, con nuevas fragancias, nuevos tintes, este Juan Forn, que lamentablemente ya nos dejó el año pasado, pero que en este fin de semana le entregamos uno de sus cuentos:

 

             PARA GABY, SI QUIERE

Por JUAN FORN

Si hay infinitas maneras de gastar plata, entonces lo que yo hago ha de ser un estilo. No soy un petrolero árabe que acumula yates y joyas y rolls-royces, ni una millonaria texana que colecciona efebos y obras de arte, ni un playboy con resaca y dolor en los huevos de tanto bombear. La plata es de una herencia, y siempre me quedó la sensación de que no fue mi tío sino los abogados los que decidieron dármela. Mi tío, el soltero impertinente, me invitaba todos los meses a jugar a la paleta, como excusa para proponerme trabajos un poco absurdos en su financiera. Los abogados, en cambio, consideraron fenómeno liquidar todo en el acto, depositármelo en un Banco y no tener que vernos nunca más. Ellos mismos se encargaron de conseguirme las tarjetas de crédito. Yo ni siquiera pregunté cuánto era; no me interesan las cifras, en general.

Antes, hace diez años, cuando tenía veinte, no sabía nada del Daño Cerebral Irreparable. A veces me pregunto si mi falta de aspiraciones fue el primer signo de empeoramiento, si las cosas que me pasaron se deben al avance del Daño Cerebral Irreparable. La gente dice que la plata corrompe todo anhelo, toda intención. Yo nunca tuve anhelos ni intenciones. Y tampoco tenía plata hasta que llamaron los abogados. O sea que mi manera de gastar es o un estilo o el tan temido Daño que empieza a hacer lo suyo.

Lo que hice con la plata fue comprar todo el fumo que pude y seguir haciendo lo mismo que antes, salvo jugar a la paleta una vez al mes. Cada vez que empezaba a preocuparme sacaba mi fumo y me armaba una buena chala. Y supongo que fue por eso que me fui. Cuando uno se despierta todos los días en el mismo lugar no le queda más remedio que hacer siempre lo mismo. Como pensar en el Daño, por ejemplo. Yo seguía sin anhelos y sin intenciones, así que no puede decirse que haya salido de viaje. Simplemente saqué el freno. Me dejé llevar, como quien dice. Y gastaba. Gasto. Cuando empiezo a preocuparme, saco mi bolsa de fumo o alguna tarjeta de crédito, hasta que me siento mejor.

Así, por ejemplo, hace poco fui a ver a Gaby. La conozco desde antes de heredar, desde antes de irme. Mucho antes. Eran más o menos las cuatro de la tarde y yo me crucé en pleno Belgrano con un amigo del alma cuyo nombre sigo sin poder recordar. Cosa que no le pasó a él, que estaba intrigadísimo con lo que yo había hecho en estos años, pero mucho más interesado en mostrarme las increíbles cosas importadas que vendía en su local. El negocio estaba lleno de neones y espejos y había mucho aire acondicionado. Afuera, en cambio, estaba bárbaro: sol gentil y nada de pesadez, una de esas tardes ideales para derivar sin apuro de un lugar a otro, en brazos de la chala. Gaby vive en una casa vieja entre Belgrano y Coghlan. Sola. En los cuartos de adelante trabaja y vive en los del fondo. En el fondo no hay más que un solo cuarto enorme y un poco desproporcionado, porque ella hizo tirar abajo las paredes divisoras. En una punta está la cocina, en el medio el comedor y en la otra punta el dormitorio.

Cuando la conocí yo no gastaba plata, porque no tenía. En esa época no me preocupaba tanto el Daño. Decía: “Dos chalas a la mañana, dos a la tarde y otras dos o tres a la noche. Todo controlado”. Las noches a veces se hacían largas y un poco incontrolables, pero algo que aprendí en esa época es que siempre terminan cuando se hace de día.

A Gaby la droga ni fu ni fa. Eso lo supe después. Antes fui a su casa, a otra que tenía, un departamento minúsculo en el centro, y le dije: “Soy Miguel, Gaby. ¿Llamó mi hermana por teléfono? ¿Te dijo que yo venía para acá?”. Ella dijo: “Hola. Sí. No. En ese orden. ¿Te creés que todo es siempre así de fácil?”. Y yo pensé que entonces mi hermana tenía un olfato especial, a pesar de todo, o que en ese preciso momento y en ese preciso lugar estaba empezando un malentendido maravilloso.

Gaby me hizo pasar, preguntó adónde pensaba invitarla a esas horas de la noche y si quería tomar algo antes. Así que tomamos algo antes, ella dijo que la droga ni fu ni fa y hablamos. En el balcón. Había un televisor prendido adentro y daban una película de amazonas y naves estelares. Yo dije que las películas del espacio había que verlas al aire libre y ella me preguntó si me sentía bien. Yo dije: “Buenísimo. Cuando se haga muy tarde me podría quedar, ¿no? Creo que está pasando algo muy especial entre nosotros. Y esto no es tan chico”.

A veces se mezcla lo que uno dice un día con lo que le contestan meses antes o después. Pero en algún momento de aquella época, esto es seguro, no me lo podría olvidar por más que el Daño fuese mi amo absoluto, ella dijo: “Creo que sería mejor que te vayas”. Fueras, dije yo. “Bueno, si querés tomalo así: fuera”. Digo, dije yo, que se dice fueras, y no vayas. No sé si me echó, exactamente. Pero, en ciertas cosas, no tiene el menor sentido ponerse puntilloso y detallista, como dijo ella en algún momento, aunque quizá fuese a propósito de otra cosa.

A lo mejor esta ciudad tiene pendiente hacia Coghlan. O será que mi gran amigo sin nombre me despidió en esa dirección cuando salimos de su local. Cabildo estaba llena de gente, de pozos tapados con rudimentarias planchas de madera y de puestos callejeros de falsos Tupperwares, cubiertos brasileños y tijeritas de Taiwán, pero yo seguí invicto y feliz, bamboleando una flamante bolsa de plástico plateado del local de mi amigo. Compré jazmines, antes de salirme de Cabildo. Tuve algunos inconvenientes con el ramo y la bolsa de mi amigo cuando quise armarme una chala en el baño de un bar. Se llamaba Mota y me gustó. O será que a lo mejor sí tengo algunas intenciones, a pesar del Daño o por culpa de él. Porque pensé que hacía tiempo que pensaba en ir a ver Coghlan. Y a Gaby, también a Gaby.

—Estoy trabajando, ahora —dijo ella por el portero eléctrico, sin preguntarme quién era. Antes no tenía portero eléctrico. Yo había dicho: “Gaby, me abrís. A que no sabés lo que te traigo”.

—¿Quién es? —dijo ella, ahora sí.

Yo dije que era yo.

—¿Qué Miguel?

Es raro. Hay preguntas que preguntan mucho más de lo que parece. Por ejemplo, yo entonces pensé: no sé de qué trabaja, no sé ni si se recibió, al final. Así que se lo pregunté. Ella se rió por el portero eléctrico y dijo:

—Ya sé qué Miguel.

Cuando se abrió la puerta apareció otra mujer. La dejé pasar, con cierta elegancia innata que tengo para maniobrar con bolsas y flores en la mano. Yo soy así; hay ciertas cosas que me salen como en los comerciales de televisión. Antes que se cerrara la puerta ella me dijo:

—No te imaginaba así. Claro, lo único que sé de vos lo sé por Gaby. Qué le vas a hacer. Me encantó tu librito, ¿sabés? En serio. Lo leí todo.

Cuando no tenía plata yo escribía. Poemas. Antes del Daño. Saqué un libro. Algún crítico dijo que yo era la última esperanza blanca, el delfín de las letras del continente. Otro que ese libro daba tirria, que me hacía el oscuro para disimular mi ignorancia oceánica. El resto ni se enteró o no habrá tenido una opinión precisa. Yo ya no escribía más. Apenas jugaba a la paleta y curtía mi fumo. Mi tío fue el que me hizo descubrir el Daño, adentro de la cancha. En vez de sacar, se fue deslizando contra la pared, quedó en cuclillas y me dijo: «A veces me pregunto si lo tuyo no es, en el fondo, un daño cerebral irreparable. Quizá tu madre tenía razón».

Después vino la herencia. Y me fui. ¿Ya dije que me ahogaba? Un vértigo al revés, de las cosas moviéndose sin mí. Cada vez que me agarraba yo subía a otro tren, a otro avión, a otro barco, hasta que estuviese mejor. El viaje más corto fue de Colón a Paysandú, en etapas. Por los puentes; siempre me gustaron los puentes. El más largo, de Recife a Marsella. En barco me daba menos ahogo. Hasta que un día entré en la embajada argentina de Atenas, y en el fresquito de esa sala que no dejaba pasar el bestial sol griego me desplomé en un sillón y no sé, no pude parar de llorar hasta que estuve de vuelta en Buenos Aires. No sabía por qué lloraba: a mí mismo me sorprendía un poco. Los de la embajada estuvieron sobrios. Incluso me llevaron a un psiquiatra con el que hablamos en inglés y que me dijo: “Nunca he visto a nadie llorar así. Qué notable. Lo suyo no es un llanto; es casi una respiración”. Textual. Acá me curé bastante. No hubo más viajes, pero tampoco lloraba. Me reconcilié de a poco con el fumo. Volví a gastar. Me fui acostumbrando a la compañía del Daño. A veces pienso que hasta me jugaría un partido de paleta de vez en cuando, si se dieran las cosas.

—Esperá un minuto en la cocina. Termino con esto y voy —dijo Gaby desde algún lugar de la parte de adelante de la casa. Yo abrí la bolsa, desparramé el vestido sobre la mesa, puse el collar y las flores encima, miré un poco por ahí. Después me encerré en el baño. Me gustan los baños. Los botiquines desordenados, los frascos que se acumulan con los años, el sarro blanco entre los azulejos blancos. Eran las seis de la tarde, según el reloj. Había un viejísimo reloj de pared en el baño, y parecía que funcionaba. Armé otra chala. Fumé. Encontré una lima metálica y un lápiz de ojos detrás del lavatorio, los limpié con papel higiénico y los dejé sobre la repisa, entre sus perfumes y un inesperado frasco de gel para el pelo, que ella jamás supo usar. Después no supe bien qué hacer, hasta que se me ocurrió darme un baño con sales.
Cuando salí, Gaby tenía puesto el vestido y el collar, y estaba acomodando los jazmines en un florero. Me miró y dijo:

—Sos loco. ¿Por qué?

Yo dije que porque hacía calor y porque siempre me gustaron las bañaderas antiguas. Ella se tocó el escote del vestido y el collar. Ah, dije yo. Me encogí de hombros, probablemente.

—¿Eran para mí? —dijo ella.

Otra pregunta rara. Era una tarde especial; las cosas se sucedían en un orden insólito. Se me estaba haciendo difícil mantener el hilo de la conversación sin desconcentrarme. Cabildo, mi amigo, la gente. Y ahora Gaby.

—Tu amiga sabe quién soy —dije, al mismo tiempo que una voz lo decía en mi cabeza.

—Mi socia: Marisa. Psicopedagoga, como yo. Sí, me recibí, al final. Me gusta mi profesión. Ya me conocés; lo de siempre: sentido común. Pero ahora, con el título, se ha convertido en idoneidad profesional.

—Dedicación total, como un sacerdocio. La misma Gaby de siempre —dije yo.

Ella sonrió; fue un gran momento. Después dijo:

—¿Algo más?

—El vestido. El collar.

Ella se movió apenas, como si estuviera frente a un espejo.

—Me encanta este color. ¿Qué es: verde, azul? Un color indefinible, ¿no? Y los lunares. Tienen el tamaño justo.

Se tocó de nuevo el collar.

—Nunca uso estas cosas. ¿Me queda bien? Con este vestido no, por supuesto. O quizá sí.

Dijo todo esto tomándose su tiempo, y yo esperé que terminara de hablar. Entonces repetí lo que me dijeron en el local: que las perlas saben adaptarse a la perfección a la ropa que te pongas. Supongo que es lo que hay que decir en estos casos. Le quedaban de verdad espectaculares.

—Gracias. Sos incurable —dijo ella—. ¿Pero realmente hay algo que festejar?

Cuando dijo eso algo le cruzó la cara, como un pestañeo de un ojo primero y del otro inmediatamente después. Y enseguida hubo otro chispazo, que parecía el reverso exacto del anterior, recorriéndole los ojos y esta vez también la curva de la boca.

—¿Hay algo más que no sé, todavía?

—Algo más —repetí. Y ya estaba pensando en una dirección equivocada: no era algo más que yo no supiera todavía, sino ella. Muy bien; se trataba de dar información. ¿Pero estábamos hablando del pasado o del futuro?

—Vos decís de ahora o de antes —dije.

—¿Antes? ¿Antes de qué?

—De ahora, entonces —dije yo. Muy bien, pensé; de ahora. Las cosas se aclaraban. Las cosas empezaban por fin a acomodarse, unas alrededor de otras, de una forma razonable, casi perfecta. Lo que me andaba faltando era un poco de esa idoneidad profesional.

—Ahora necesito que llames a este Banco, por ejemplo. —Y saqué el sobre.

Ella alisó el papel, abrió la carta, leyó. Después se quedó mirándome de una manera que no tiene sentido intentar explicar, mientras marcaba el número del Banco. Sostenía el tubo del teléfono así, contra el hombro, con la cabeza torcida, y no soltaba la carta. Yo estaba quieto y la miraba esperar. Era un vestido perfecto para esa hora de la tarde. Y las perlas se iban adaptando, me parece.

—A lo mejor es una confusión. A veces pasa —dijo ella sin mirarme, sin esperar contestación—. Hola, ¿Citibank? Sección Depósitos e Inversiones, por favor. Con el señor Palma. Gracias.

Yo me puse a recorrer la casa. En el pasillo había fotos. Gaby, desde chica hasta que nos casamos. Las pecas no estaban siempre en el mismo lugar. Y quién iba a decir que había sido rubia. Pero ya se sabe: el pelo de las chicas se aclara con el agua de mar, esas cosas. A mí me gustaba más el color que tenía ahora.

Gaby apareció en el pasillo. Miguel, dijo. Y se quedó callada. Yo la miré. Se había sacado las perlas.

—Estás en rojo, según ese Palma. Se te acabó todo. Dice que el Banco contempla la situación, por supuesto, pero que cubras el descubierto lo antes posible. Setenta y dos horas.

—Qué día es hoy —dije yo.

—Por favor, Miguel. Martes. Cómo hiciste. En tres años, nada más. ¿Te metiste en algún negocio? ¿Te estafaron? O fueron estas cosas que me trajiste. —Y se rió. Apenas. Nerviosa.

Yo no dije nada. En las fotos de invierno las pecas se notaban menos. O puede que fueran malas las fotos. Pecas y lunares, pensé. Y perlas. Y un poco de mar, para aclarar el pelo. Ella volvió al fondo.

—¿Querés café? —dijo desde allá.

Hace un tiempo me llamaron de la editorial para decirme que ya no había más ejemplares del libro que escribí, y si no quería pagar otra edición. Ellos hacen su negocio. A mí me pareció bien. Tengo la plata, la gasto.

Preguntaron si quería agregar algo. Agregar qué, dije yo. Sugirieron más poemas. Yo dije: una dedicatoria. Y pensé en el fumo, en algo que agradeciera al fumo los servicios prestados. Pero no. Ahí mismo, parado donde estaba, les dicté algo que se me ocurrió de repente, redondo y brillante como una moneda. Lo dicté por teléfono. Si hubiese tenido que escribirlo no habría podido. El Daño, ya se sabe. El mes pasado salió la segunda edición. En la dedicatoria dice: Para Gaby, si quiere.

—¿Azúcar?

Gaby está sentada a mi lado. Yo ya tomé un trago de café y puse mala cara. Siempre lo tomo amargo, pero creo que nunca voy a acostumbrarme a este café horrible que prepara ella. Igual lo tomo. Frío es peor.

—¿Querés que vayamos a devolver el collar? Te debe haber costado una fortuna —dice ella.

No podía confesarle que no eran perlas de verdad.

—Miguel. Oíme. ¿No entendés lo que pasa, todavía? Si pagaste con tarjeta estamos a tiempo. Podemos ir ahora y devolverlo. El vestido, si querés, me lo quedo. Yo quiero quedármelo. Pero el collar es demasiado… No sé. Me sentiría rara. De verdad. Vamos ahora a devolverlo y mañana podés ir a ver a Palma al Banco.

—Buenísimo —digo yo—. Podemos ir los dos, a verlo.

Ella me mira. Prende un cigarrillo. Sí, me gusta más con el pelo como ahora. Me sigue mirando. Me agarra la mano.

—¿Por qué sos así? O es una de tus tácticas de manipulación. No es una táctica, ya sé. Entonces decime qué te pasa. O no confiás en mí. ¿Estás trabajando? ¿Todavía no? Miguel. Contame, por favor. ¿Te sentís bien? Por favor, Miguel. Hablá.

Yo no digo nada. Todavía no estoy llorando. O por lo menos no como en la embajada. Es otra cosa. Yo sé lo que es. Algo lento, invisible y sin remedio, que viene avanzando cada vez con mayor familiaridad desde hace demasiado tiempo, desde una noche en que quise ser puntilloso y detallista, aunque en ese momento no noté que empezaba, aunque en ese momento no supe que ya no iba a tenerla a ella para que hablara con los Palma, con los abogados y demás patéticos miserables de este mundo como había hablado con los albañiles cuando compramos esta casa y decidimos tirar abajo las paredes. El nombre lo conocí poco después en una infame cancha de paleta, y desde que lo oí por primera vez ya no pude sacármelo de la cabeza, porque estaba instalado, sibilino y miserablemente paciente, en el fondo de mi mente, imponiendo su tiempo a mi tiempo. Eso que había retrocedido tantas veces antes, eso que había retrocedido en la embajada al verme llorar, creyendo que todavía no era el momento, que mejor esperar un poco más antes de dar el zarpazo, eso era lo que no iba a retroceder ahora ante nada. Eso era el Daño Irreparable. Cerebral o no.
Gaby tiene mi cara entre sus manos.

—Miguel, Miguel —repite—, estás totalmente drogado.

Como si tuviese que impedir a toda costa que se me cerraran los ojos. Entonces es que la estoy viendo. Drogado, dijo ella. ¿Es lo único que se nota? Salvo que el Daño haya retrocedido de nuevo, o que incluso haya pasado de largo y ya no esté hecho un ovillo cada vez más tenso y expectante en el fondo de mi cabeza.

—¿Miguel? ¿Ya está?

Ya está. Puede que sea cierto, entonces. Momentito. También puede que éste sea el último respiro antes de la arremetida final. No hay por qué ser optimista sin motivos, ¿verdad? Pero Gaby me está mirando de una manera muy muy inesperada, y ahora dice:

—¿Por qué me estás haciendo esto?

No hay rugido. No hay dentellada ni zarpazo ni el menor movimiento preocupante dentro de mi cabeza. ¿Estoy curado, entonces? ¿Estoy a salvo? ¿No está el Daño agazapado por ahí, esperando justamente que yo trate de contestar, de restablecer contacto humano, para acabar conmigo?

—Chala —digo. Y de nuevo, con precaución—: Mucha chala.

Gaby me suelta la cara, aunque no se haya dado cuenta todavía. Pero no podemos arriesgarnos; siempre existe una probabilidad de riesgo inesperado.

—No sueltes —digo, sin abrir los ojos.

Ella vuelve a apoyar las manos en mi mandíbula, no muy convencida. Muy bien, allá vamos.

—¿Estás ahí, todavía, o te fuiste para no volver? —digo. Y no hay nada allá adentro, en las profundidades, nada más que un difuso sopor reconocible, parecido al amanecer en una terminal de ómnibus. Los viejos y queridos efectos de la chala, por supuesto. Nada grave. Nada que un veterano como éste no pueda enfrentar.
¿O acaso no es cierto que las noches terminan siempre que se hace de día?

Abro los ojos muy despacio. Gaby no tiene la menor expresión en la cara.

—No con una explosión sino con un suspiro —digo. Porque así habrán de terminar todas las cosas.
Exactamente así. Mientras tanto, señores, en esta casa de Coghlan, una nueva hora comienza.

—¿Querés recostarte un poco? —dice ella, muy bajito.

Pecas y lunares. Las perlas pueden quedárselas, señores del Banco. Pero a su debido tiempo. Primero déjenme ocuparme de un asunto mucho más importante.

—¿Con vos? —digo, tan bajo como ella. Me sale una especie de ronquido esponjoso. Y Gaby retrocede en su silla como si la jalaran de atrás.

—Qué imbécil, qué imbécil soy. Mirate un poco, Miguel. ¿No te das cuenta de que sos el mismo egoísta irresponsable de siempre? —dice, deletreando cada palabra—. ¿Te creés que el mundo entero está a tu disposición, en el momento en que se te ocurra necesitarlo? ¿Te parece que tenés derecho a aparecerte así y pretender que yo sea la de antes?

Y más. Mucho más. Recién estamos empezando. Ahora viene una cantidad de cosas que ella tiene que decirme, no sé si todas ciertas, si aisladas o en cadena, si a gritos o entre dientes, algunas bastante abrumadoras si yo fuese de los que se las toman al pie de la letra, cosa que nunca hago si el fumo no me falla, y casi todas corregidas y aumentadas por detalles un poco ajenos a la cuestión, de los que yo soy totalmente inocente. Como, por ejemplo, una lima metálica o un lápiz de ojos que no le aparecen por ningún lado. Exactamente. Así es como funcionan las cosas en este mundo. Y, ahora que lo pienso, ella nunca tuvo limas de ésas, porque le erizaba el metal contra las uñas. Idoneidad profesional, ¿eh? Dedicación total al oficio, como un sacerdocio. Seguro. Yo sé cómo se llama eso.

—Gaby —digo, con mucha paciencia—, Gaby, oíme.

Y consigo que deje de hablar por un segundo.

—¿Me podés decir de quién mierda son esa lima y ese frasco de gel que encontré en el baño?

Y déjenme decir algo más, antes de terminar, por si no notaron todavía esa cara de asombro y escándalo exagerados que acaba de poner ella, que la dejan por un segundo atónita hasta que el fondo de su cabecita registra mis palabras y contraataca con todo el arsenal de su femineidad mancillada: yo conozco esa cara como nadie, señores, aun hoy y a pesar de todo. Quizá sean ciertas algunas de las cosas que me estaba diciendo ella cuando la interrumpí; no me voy a tomar el trabajo de negarlo, entre otras razones porque a veces es difícil prestar tanta atención al mismo tiempo en cierto estado. Pero si hay algo verdaderamente indiscutible en este asunto es que un tipo que se pasa gel por el pelo y artefactos metálicos por las uñas y nunca le regala perlas a una mujer no es más que un insignificante reemplazo temporario. Duradero o no, pero tan indiscutiblemente temporario como insignificante en la vida de cualquiera.

Muy bien, entonces. Ahora podría reírme. Y hasta hacerla reír a ella, si mi risa no le parece otro de mis egoístas e irresponsables tácticas de manipulación. O, por ejemplo, tratar de saber, hacer todo lo posible por saber, en este instante en que la luz de Buenos Aires parece regulada por un despiadado iluminador profesional y la cara de Gaby se llena de minúsculas aristas de pasado y opacidad, a qué venía yo acá exactamente, hace un par de horas, cuando la ciudad entera tenía pendiente hacia Coghlan y el Daño se enteraba de mis intenciones antes que yo.

(De Nadar de noche)