TEXTO PARA DESCANSAR: Bazterrica nos anima con su “Simetría perfecta”

Agustina Bazterrica, porteña, nacida en 1974, ganadora de numerosos premios literarios. (Foto: El Ortiba).

BUENOS AIRES (Especial para EL SOL ABC-Por El Ortiba). Desde algún rincón del mundo Bazterrica nos entrega este hermoso relato que entremezcla la preparación de la comida con la preparación de matar. Bueno, hacia ustedes viene la autora; déjenla entrar:

 

——–SIMETRÍA PERFECTA——-

Por Agustina Bazterrica

Para Gonzalo Bazterrica

Movió el colador. La harina cayó sobre las yemas. El líquido amarillo se llenó de puntos blancos. No permitió que su mente hiciera las analogías obvias relacionadas con la nieve y el frío y la libertad, y se concentró en el movimiento circular del colador. Los puntos cubrían la superficie amarilla con un ritmo preciso. Sonrió. Tomó la jarra de vidrio y volcó un poco de leche fría. Mientras lo batía, el amarillo fue perdiéndose entre la blancura de la harina y de la leche. El líquido espeso cedió haciéndose más liviano. Pensó que el aroma de la leche era frágil, y la palabra lo sorprendió. Tomó la jarra y la acercó a la nariz. Sintió el aroma unos segundos, pero no pudo retenerlo ni descifrar si era dulce o amargo o una mezcla de los dos. Es el frío, pensó, el frío aplaca los olores, los encapsula.

Se acercó a la heladera. Le costó abrir la puerta y, por el movimiento brusco que hizo con el cuerpo, volcó parte de la leche de la jarra que sostenía con la otra mano. Miró las gotas blancas sobre el piso negro y creyó distinguir un dibujo, un dibujo oriental, un dragón. No era perfecto, pero estaba ahí, con alas y fuego blanco saliendo de la boca abierta. Dejó la jarra en la heladera. Esa noche lo mataban.

Sacó tres huevos. Tuvo que empujar la puerta de la heladera con el codo, pero la presión que hizo fue insuficiente, y la puerta se abrió enseguida. Caminó a la mesada. Dejó los huevos en un plato hondo. Buscó la manteca. Creyó que la había guardado, pero la vio sobre la madera de la mesada. Notó que había marcado el paquete con los dedos. Hacía calor, y el frío de la heladera no había logrado endurecerlo lo suficiente. La manteca blanda le parecía poco natural. Sabía que la sensación era ilógica porque, en todo caso, el estado natural de la manteca no era otra cosa que blando, pero le molestaba la consistencia grasosa, difícil de manejar. Necesitaba de los rectángulos pequeños, del corte vertical, calculado, que podía ofrecer la manteca fría. Volvió a la heladera, y cerró la puerta de un golpe. Buscó al dragón en el piso. Por un segundo creyó ver una garra deslizándose por la rejilla, pero el dragón ya no estaba, se había convertido en agua sucia. Caminó a la mesada, tomó los huevos y los puso uno a uno en la olla donde el agua hervía.

Veintisiete lo había marcado. Nunca supo cuándo ni cómo, pero sabía que había ordenado matarlo. Supo que había un problema la noche en la que nadie lo aceptó en su mesa. Entendió todo cuando le dejaron de hablar. Cuando los guardias dejaron de insultarlo, supo que estaba perdido.

Puso manteca en la sartén caliente. Lo hizo con una cuchara. Usar un cuchillo le pareció incorrecto, dada la falta de consistencia de la manteca. Movió la sartén en círculos logrando que la manteca cubriera toda la superficie. Con otra cuchara, una más grande, derramó la masa semilíquida que se había formado luego de mezclar las yemas, la leche y la harina. Cubrió la sartén con la masa, logrando un círculo perfecto y blanco. Esperó y, cuando vio que la parte superior de la masa se había opacado, movió la sartén de tal manera que la masa se despegó, dio una vuelta en el aire y cayó en la sartén. Cuando estuvo lista, la dejó en un plato. Tomó la cuchara y repitió la maniobra con otra porción. Cuando la masa cayó en la sartén, luego de un vuelo sin defectos, sonrió.

Veintisiete era implacable. Desde el día que lo había marcado, lo empezaron a tratar como a un desconocido, como a una cosa sin valor. No le molestaba que lo ignoraran, prefería el silencio. Lo que no pudo aceptar fue el hecho de que Veintisiete ordenara la restricción de su único espacio de bienestar, de placer. Al no permitirle el ingreso a la cocina, la guerra estaba declarada en forma abierta, brutal. Fue por eso que no le sorprendió que le resultase tan fácil conseguir un traslado al pabellón de los infecciosos. Los guardias siempre les concedían a los marcados por Veintisiete un último deseo. Era una regla tácita que todos conocían y respetaban. No había pedido el traslado para escapar, sabía que Veintisiete no tenía restricciones.

Cortó el jamón. Le dio forma de triángulo, con uno de sus lados redondeados, para que coincidiera con el borde circular de la masa. El cuchillo era filoso, y eso le facilitaba el trabajo. Debería haber tenido un cuchillo de plástico, pero el guardia entendió que no importaba, que, en todo caso, si él lograba matar a Veintisiete muchos lo iban a celebrar, por eso le escondió uno con filo. Puso los triángulos de jamón sobre la masa. Sacó los huevos del agua hirviendo y los peló.

Había gastado todo para esa noche. El día anterior le dio al guardia tres libros para vender, algo de plata y los últimos cigarrillos para que comprara los ingredientes que necesitaba para cocinar. Le hubiese gustado hacer otro plato, algo más elaborado, pero sabía que había tenido suerte. El guardia le tenía lástima, y le había conseguido algunas cosas, las básicas, pero las suficientes para armar un plato decente. Con esto puedo traerte una mina barata, algo mejor que estas porquerías que me pedís. Esto se lo dijo el guardia apenas le dio la lista con los ingredientes. Él no respondió. Sabía que ninguna mujer era barata, y que todos los platos eran exquisitos. El secreto estaba en las singularidades que los hacían únicos. El guardia lo miró con asco y desconcierto, pero le trajo las cosas.

Creyó ver una sombra. Esperó alerta unos segundos. Nada, no era nada. Había pedido el traslado al pabellón de los infecciosos para poder cocinar. Necesitaba hacerlo de noche, mientras todos dormían. Necesitaba hacerlo con precisión. Quería estar solo y disponer de un espacio, de la libertad que otorgaba el silencio. Lo dejaron hacer, sin restricciones. Ellos necesitaban un resultado. Muerto o triunfante, cualquier opción era válida.

Los triángulos de masa rellenos estaban listos. Los colocó en la sartén con aceite caliente. Le asombraba la transparencia del aceite, y cómo gracias a eso podía observar con detenimiento el proceso de cocción. El sonido del aceite caliente siempre le daba la sensación de que estaba en presencia de un ente vivo. Lejos de impresionarlo, le parecía fascinante. Creía que el aceite, con el fuego, se transformaba en un ser, en algo que probablemente nunca muriera, simplemente aprendía a estar oculto, esperando. Buscó las hojas de albahaca para lavarlas. Primero las olió. El aroma lo alegraba. Era un sentimiento simple y fugaz. Recordó que el aroma de la canela le producía algo similar. El gusto de la canela le era indiferente, pero el aroma, el aroma podía cambiarle la mañana, el humor. Abrió la canilla y colocó las hojas una a una bajo el chorro de agua fría. Las lavó con cuidado, observando con detenimiento la estructura de cada hoja. El color puro, compacto, de la parte superior contrastaba con la fragilidad del verde grisáceo de la inferior. Se preguntó si les quedaba algo de vida como para sentir cómo con los dedos las limpiaba despacio, con cuidado. Bajo el agua, el verde se volvió intenso y jugó con la idea de que sí, de que las hojas podían sentir.

La muerte para Veintisiete era un pasatiempo. Disfrutaba matando. Se jactaba de ser silencioso y de atacar en el momento menos esperado, justo como la muerte real, decía. Era el terror que sus víctimas sentían lo que les nublaba el entendimiento y la lucidez para saber que las tácticas de Veintisiete eran básicas, primitivas. Y era el terror que Veintisiete cultivaba y expandía lo que le permitía ser efectivo. Le daba placer, un placer infinito, saber que los otros le temían, que intentaban escapar, que le ofrecían todo para ser absueltos. Él sabía que Veintisiete no había tolerado su falta de reacción, de súplica, y sabía que, por ese motivo, el ataque iba a ser planeado, hermético y feroz.

Le hubiese gustado, en ese momento, abrir un vino. Extrañaba el buen vino. Un malbec para degustar mientras cocinaba, un merlot para comer. Le gustaba alzar la copa de tallo largo para sentir la liviandad aparente del cristal; observar cómo el color rojo ofrecía una visión nueva de las cosas, y el aroma transformaba el núcleo de los seres. Cuando movía la copa despacio, crecían las formas alargadas, lo que los expertos llamaban piernas, término que él se negaba a usar. Le parecía limitado dada la cantidad de universos que había descubierto en una copa. Extrañaba las dimensiones del vino, los mundos.

No tenía un malbec esa noche, pero recordó una cosecha del año noventa y cinco, una que había degustado antes de perder la libertad. Recordó el sabor anular en su boca, el tiempo detenido en la madera suave, el agua inmóvil en las uvas, el viento seco y complejo definiendo el cuerpo del vino. Sonrió.

Depositó los triángulos dorados en un plato blanco, limpio. Uno al lado del otro, dejando un espacio impoluto de medio centímetro. Colocó las hojas de albahaca a la izquierda de los triángulos formando un círculo verde, sólido. Esparció pimienta negra molida sobre el borde superior del plato.

Sintió un ruido e instintivamente agarró el cuchillo. Recorrió la cocina. Nada. Nadie. Volvió a la mesada y se concentró en el plato. Faltaba algo, más color. Una definición. Pensó que, de los ingredientes que le quedaban, el color amarillo era el único que podía usar. Buscó el cuchillo para cortar un huevo y retirar la yema. No lo encontró.

Se quedó quieto. No le importaba morir. Cerró los ojos. Recordó la suavidad fresca de las hojas de albahaca en sus dedos, imaginó el sonido de la masa crocante al ser cortada, el sabor de los ingredientes fusionados para expandirse en su boca, para acariciar su olfato, para maravillado con los colores.

No se movió cuando lo agarraron por la espalda y, con una rapidez silenciosa, le cortaron la garganta. Abrió los ojos, y vio como tres gotas de sangre, de su sangre, caían en forma simétrica sobre el borde inferior del plato, equilibrando la composición, logrando que su obra fuera única, perfecta.

Cayó con los ojos abiertos, y con algo parecido a una sonrisa.

(De: Diecinueve garras y un pájaro oscuro)