PARA LEER EN EL DESVÁN: William Boyd nos entretendrá con su cuento “El amor duele”

William Boyd, autor de "El amor duele", (Foto: El Ortiba).

SALTA (Especial para EL SOL ABC). Boyd es un escocés nacido en Ghana, por fruto de la casualidad, ya que sus padres profesionales tuvieron que emigrar de jóvenes y recién casados, a este país africano que tiene costa con el Atlántico.

Ya joven lo enviaron a estudiar a Escocia, donde transcurre buena parte de su vida actual a los 71 años de edad y que le ha permitido ser uno de los talentos escoceses que enseña en la Universidad de Oxford. Es miembro de orden del Imperio Británico, en reconocimiento a su gran obra literaria.

Por ello aconsejamos, en estos días frescos de primavera para irse algún desván para deleitarse con este cuento de Boyd:

 

EL AMOR DUELE

Por William Boyd

10 de agosto de 1973

Fue en algún momento durante la calurosa libertad de julio cuando le presenté a Cherylle a Laman Creo que fue en mi retrasada fiesta de bienvenida, la que daba AOD. Cherylle era una actriz en paro que tenía alquilado el piso debajo del mío con otras dos chicas. De forma completamente espontánea, yo había decidido invitar a una de ellas; hasta entonces no había hecho ningún amigo desde que había llegado de Inglaterra y sentía que necesitaba una especie de aliado en esta reunión de ejecutivos norteamericanos fuera de servicio y sus quebradizas y congeladas esposas. Cherylle era la única que estaba en casa cuando llamé a la puerta de su piso. Tales son las jugadas que nos hace el tiempo. Mañana se casa con Lamar.

Cherylle: alta, huesuda, una mata de pelo rubio revuelto. ¿Veinticinco años? Una piel impecable típicamente californiana. La encuentro, extrañamente atractiva, sin saber realmente por qué; es un producto de los curiosos vectores de una cara: el arco de una ceja, la prominencia de un pómulo. Hay un fulgor contenido y salvaje en su mirada, una sensación de energía enroscada y palpitante en su interior que solo percibes verdaderamente en el tercer o cuarto encuentro.

Lamar, sin embargo, afirma que lo detectó instantáneamente y que fue esto lo que le pareció irresistiblemente atractivo. Debo decir que desde entonces Lamar se ha convertido en mi mejor amigo aquí en la costa. Hojeando mi diario veo que la primera vez le describí como «un hombre de negocios norteamericano característicamente varonil. Treinta y muchos, guapo, bronceado y fornido. Firme como una roca. Su seguridad en sí mismo le envuelve como un campo magnético. Es el vicepresidente más joven de la compañía, encargado de las ventas y el marketing. Dicen que AOD será suyo antes de que termine la década». Ahora que le conozco diría que esto es cierto solo en parte. Lamar sigue emanando este descarado aplomo, pero es más bien una fachada. No es el típico vicepresidente; trabaja mucho en su puesto porque eso es lo único para lo que le ha preparado su ambiente familiar y su educación. Tiene su idiosincrasia y yo le encuentro estimulante y triste al mismo tiempo.

Por ejemplo, el hecho de que yo escriba —aunque sea comercialmente— como medio de vida le ha impulsado a atacar las lagunas culturales de su vida con el mismo vigor con el que persigue los contratos. Me ve como una especie de gurú intelectual, una fuente que explotar. Bastante al principio de nuestra amistad sugirió que leyésemos juntos a Shakespeare «porque dicen que es el mejor». Para alimentar este nuevo entusiasmo le di listas de lectura y tracé programas para su desarrollo personal educativo. Demostró ser un estudiante inteligente y sensible, sorprendentemente perspicaz. Me interrogaba tan incansablemente que yo me sentía agotado, víctima de un seminario de pesadilla, mareado a causa de la capacidad con la que saqueaba mi cerebro.

Su amistad con Cherylle no afectó el crecimiento de la nuestra. De hecho los tres salíamos juntos a menudo. Y a medida que ellos dos se iban enamorando rápidamente, mi presencia paradójicamente parecía aún más esencial. Me convertí en el talismán de su historia, como si necesitaran la presencia constante y tranquilizadora del catalizador que había iniciado la reacción.
Sin embargo, he intentado hablarle a Lamar acerca de la cordura de esta boda; con delicadeza le he aconsejado retrasarla. Cherylle tiene un carácter incandescente pero mercurial, es caprichosa y, sospecho, profundamente insegura. Pero Lamar no me escucha. Está enamorado, insiste, plenamente enamorado por primera vez en su vida.

11 de agosto de 1973

La boda. Lamar y Cherylle se emborracharon estrepitosamente. Cherylle llegó al juzgado con unas botas de ante hasta el muslo, vaqueros y un chubasquero amarillo chillón. Se viste con una extraña serie de estilos; a veces con llamativa falta de gusto, otras reluciente de púdica elegancia. No parece la esposa adecuada para un vicepresidente en ascenso, diría yo, pero Lamar acepta sus extravagancias con una emoción candorosa y asombrada.

Ahora que la conozco mejor, interpreto la espeluznante antología de estilos de Cherylle como una prueba de una inseguridad crónica en su personalidad. Vacila al borde de distintos estados de ánimo con el experto equilibrio de los perennemente esquizoides. Lamar, por alguna razón, responde positivamente a ello. Su matrimonio con Cherylle es el único acontecimiento públicamente irracional en una vida absolutamente ordenada. Me dijo una vez que la entendía perfectamente, que podía prever sus movimientos y reacciones con pauloviana confianza. Subestima a Cherylle, creo yo, y estoy un poco preocupado. Él nunca había mostrado semejante entusiasmo y euforia, pero esta no es una platónica unión de los contrarios. El organizado desfile diurno de Lamar se ha roto para unirse al desfile de carnaval de Cherylle… y le gusta el paso apresurado.

14 de agosto de 1973

Los dos últimos días he estado trabajando constantemente en la casa de la playa. Tiempo lustroso y sin viento. Una postal de Lamar y Cherylle, que están de luna de miel en México. A la pulcra letra como de imprenta de Lamar se sobrepone al pie de la postal un garabato ilegible escrito con rotulador por Cherylle. Lamar dice que me «encantaría el arte». ¿Es irónico? Sospecho que es un soborno a nuestras abandonadas sesiones educativas, tal vez se siente culpable. Esas sesiones no tenían mucho que hacer frente al potente atractivo de los inexpertos y angulosos abrazos de Cherylle.

18 de agosto de 1973

Lamar y Cherylle volvieron esta mañana, morenos e inquietos. México les ha aburrido profundamente. Se quedaron a comer. Su evidente embriaguez mutua resulta molesta, por no decir algo peor. Lamar estaba sin afeitar. Llevaba una camiseta y tenía bolsas bajo los ojos. Nunca le he visto así.

Su ensimismamiento tiene también aspectos curiosos. A juzgar por las insinuaciones que Lamar dejó caer acerca de los días pasados en México parece que solo funciona de modo no destructivo cuando es observado por un tercero. Hizo alusión a feroces noches de peleas violentas y maniáticas seguidas de reconciliaciones igualmente violentas y maniáticas. Lo llama «amor kamikaze» y lo describe como una mezcla de «risas y disparos de pistola», lo cual es una descripción bastante buena para venir de Lamar. Afirma que lo encuentra absolutamente estimulante.

Sospecho que me van a alistar como tercer residente: voyeur simbólico de sus radiantes encuentros. No estoy seguro de que me guste el papel, intuyo un mecanismo de autodestrucción de Cherylle que me hace sentir incómodo. Por ejemplo, estuvo tranquila y afectuosa toda la tarde, pero luego se alejó preocupantemente nadando. «Estaba tratando de llegar a la isla Catalina», fue todo lo que dijo cuando regresó exhausta. Se marcharon a eso de las ocho para dirigirse a algún oscuro bar del Strip.

19 de agosto de 1973

Fui a las oficinas de AOD para presentar el primer borrador de mi paquete. Fui a ver a Lamar, pero su despacho estaba vacío. Su secretaria me dijo que últimamente nunca se sabe cuándo va a venir. Durante el almuerzo con algunos de sus compañeros descubrí que Cherylle era el principal tema de conversación. Hay cierta presuntuosa satisfacción respecto a los cambios que ella ha producido en Lamar; normalmente era el paradigma del hombre de empresa totalmente entregado, ahora delega cada vez más y su intachable puntualidad ha degenerado en un descuido amnésico.

23 de agosto de 1973

Fui por la costa con Lamar y Cherylle en su nuevo coche, un Buick blanco descapotable ridículamente grande. El día tenía un aspecto extrañamente primaveral y jugoso, todos los colores parecían inmaduros y nuevos. Cherylle estaba especialmente encantadora, contándonos historias de sus intentos de hacer cine. Mirando a Lamar veo la devoción impresa en todos sus rasgos. No parece escuchar sus palabras, más bien la observa mientras las forma, fijándose en cada sonrisa, cada brillo en los ojos, cada frunce en los labios y cada movimiento del pelo como un ferviente antropólogo.

En la playa Cherylle se puso un escaso biquini escarlata y nos hicimos fotografías los unos a los otros. Lamar le había regalado una cámara cara y jugamos con su dispositivo de exposición retardada tomando innumerables carretes de nosotros tres en absurdas posturas de vodevil, mientras Cherylle coqueteaba desvergonzadamente conmigo. Lamar —un poco alicaído, pensé— se subió luego a las dunas con el teleobjetivo. Le vi allí arriba haciéndole fotos obsesivamente a su mujer mientras esta se untaba el bronceador y tomaba el sol.

Cuando volvimos a casa me encontraba agotado a causa del sol y el ardiente buen humor. Lamar y Cherylle querían que fuese con ellos a «recorrer bares». Este es su pasatiempo favorito últimamente y dura toda la noche, un embriagador carnaval por el lado peor de la ciudad. Les rogué que me disculparan; apenas tenía la energía necesaria para darme una ducha. No sé cómo pueden mantener este ritmo.

4 de septiembre de 1973

Lamar me telefoneó y me preguntó con voz malhumorada si podía venir a verme y a charlar. Solo. No los había visto ni a él ni a Cherylle desde ese día en la playa y me pregunté qué ocurría. Había recuperado en parte su antiguo aspecto, más pulcro, vestido con traje. Al parecer las más altas jerarquías le habían advertido de que la luna de miel había terminado. Las posturas de su cuerpo, sin embargo, sugerían actitudes de desaliento y tristeza. Las cosas no iban bien. Cherylle detestaba quedarse sola ahora que él tenía que estar regularmente en la oficina. En uno de sus recorridos de bares se habían encontrado con un joven actor hippy amigo de Cherylle. Se había quedado a pasar la noche en casa de ellos y todavía estaba allí.

—Es un tipo verdaderamente notable —insistió Lamar, con poca convicción—. Pero me gustaría que Cherylle y él no se rieran tanto juntos.

—Échale a patadas —le aconsejé.

—No —dijo Lamar—. A Cherylle no le gustaría que lo hiciera.

Le compadecí. Continuamos charlando un rato más, Lamar fingiendo despreocupación, pero con los fuertes hombros caídos, su amor kamikaze dando un salto mortal, el final de sus fabulosos amores, su breve horizonte luminoso oscurecido por nubes de despedida.

11 de septiembre de 1973

Cuando llegué a la casa de la playa esa tarde me encontré a Lamar esperándome. Supe por su mirada perdida que Cherylle se había ido.

—Se llevaron el Buick blanco —dijo Lamar con voz monótona— y todo lo que había en la casa que pudieran empeñar. Ni una nota, nada.

Le serví una copa. Era joven, le dije, obstinada. Volvería pronto, se disculparía, querría que la perdonase. Al marcharse, Lamar me aferró el brazo con fuerza.

—¿Sabes? —dijo suavemente—. No puedo soportarlo. Si ella no vuelve…

Le tranquilicé. No me cabía duda, dije, cinco días, diez como máximo. En cuanto se acabara el dinero, la juerga habría terminado.

29 de septiembre de 1973

Lamar está pálido y parece enfermo. Dice que apenas duerme. Ha contratado a un detective privado para que busque a Cherylle. Al parecer todo el mundo en su trabajo se ha mostrado muy comprensivo. Ahora que ya hace tres semanas desde que Cherylle se fue, los consuelos afectuosos se han convertido en razonamientos mundanos. Estás mejor sin ella, aseguran sus colegas con firme lógica. Piensa en tu carrera.

Sé objetivo. ¿Encajaba realmente? Sí. Cualquiera podía darse cuenta de que había algo inestable allí. Diablos, Lamar, le dicen, te ha hecho un favor.

Pero Lamar, era evidente, no podía estar de acuerdo. Pasaba cada vez más tiempo en mi casa revisando incansablemente el guion de su breve noviazgo y matrimonio como si estuviera intentando descifrar alguna clave contenida en esos recuerdos. Un triste amanecer ponía fin a menudo a esos desconsolados monólogos: yo medio dormido; Lamar, la cabeza entre las manos, mirando fijamente al mar como si buscara una respuesta en la sombría distancia.

5 de octubre de 1973

22.30. Una llamada de Cherylle. ¿Podía reunirme con ella en una gasolinera no lejos de mi casa? Ah, pensé, estoy a punto de ser alistado como mediador. Sin embargo Cherylle se mostró orgullosa y nada arrepentida. El Buick estaba aparcado junto al bordillo. Su amigo estaba apoyado en él justo fuera del alcance del oído. Cherylle tenía un aspecto más alocado y descuidado. Me dio las llaves del coche y un sobre con dinero.

—Dile que no se acerque a mí —dijo—. Ahora no le debo nada.

Me quedé desconcertado y un poco enojado.

—¿Y qué me dices de una explicación? —pregunté—. ¿Por qué lo hiciste?

Ella se rio.

—Nadie podría soportar esa clase de relación —contestó—. Yo era como una especie de perro, un perrito faldero. Eso me habría matado.

Cuando volví a casa llamé a Lamar y le conté nuestro encuentro. Vino inmediatamente. Cuando vio el coche y el dinero se derrumbó por primera vez. Le llevé a casa, le dije que durmiera un poco y que yo volvería al día siguiente. Se comportó como la víctima de un espantoso accidente, un foco de inmensas tensiones.

14 de octubre de 1973

Durante los últimos días he pasado buena parte de mi tiempo con Lamar. Nuestra conversación sobre cualquier tópico y cualquier tema que no sea Cherylle es inconexa y sin interés. No hemos vuelto a saber nada de ella.

Lamar se ve despiadadamente impulsado por su obsesión. Ahora que ha sido privado de la presencia de ella acumula objetos que le pertenecieron como si fueran tesoros religiosos, las banales reliquias de un santo consumista. Lleva consigo un barato encendedor zippo con su nombre grabado y un envase de polvos compactos desechable que siempre está tocando y examinando como un devoto enloquecido.

Por las noches vamos a los bares que ellos frecuentaban con la vaga esperanza de verla. Se aproxima excitado a todas las rubias lejanas hasta que la falta de parecido se hace evidente. Sus estados de ánimo en estas ocasiones oscilan alocadamente, un sismógrafo que salta de la euforia a la desesperación. Un día fuimos a la playa que habíamos visitado juntos. Lamar se sentó en lo que creía era el sitio exacto, rastrillando la arena con los dedos como un arqueólogo loco y encontrando únicamente el celofán de un paquete de cigarrillos y el tapón de plástico de un tubo de bronceador. Luego, hace dos noches, me pidió que fuese con él al lago Folsom, donde él y Cherylle habían pasado un fin de semana. Vagamos sin rumbo por la urbanización y después bajamos al puerto deportivo. Allí Lamar se detuvo a hablar con un viejo barquero que les había alquilado un pequeño yate para un día. Dijo que recordaba a Cherylle y preguntó por ella. Cuando Lamar le contó lo que había sucedido escupió amargamente en el lago. Escrutó las ondas que había producido durante unos segundos y luego dijo:

—Sí. Lo he visto todo —hizo una pausa—. Lo he visto todo aquí, fama, fornicación y lágrimas. Eso es todo lo que hay.

Lamar pareció profundamente afectado por este ejemplo de sabiduría popular y repitió el comentario para sí varias veces durante el viaje de vuelta.

17 de octubre de 1913

Una invitación sorpresa para cenar en casa de Lamar, Estábamos los dos solos. Me dice que después de pensarlo mucho finalmente ha presentado una demanda de divorcio. Parece más tranquilo, pero la desbordante seguridad en sí mismo que tenía no la ha recuperado. La antigua solidez también parece pertenecer al pasado; hay una ligera falta de aplomo —la torpeza de un convaleciente— en sus movimientos. Después de cenar sacó todas las fotos de brillo que le había hecho a Cherylle. Las hojeó una vez y luego las quemó. Señaló una Kodachrome que se rizaba lentamente.

—Cherylle, ese día en la playa… ¿Recuerdas su traje de baño? —luego sonrió, azorado—. Lo siento.
Sé que es absurdamente melodrámatico, pero por lo menos ahora siento que todo ha terminado.

Más tarde salimos a comprar cigarrillos. Al volver vimos a una chica en una ventana amarilla llorando sobre una máquina de escribir.

—¿Crees que Cherylle está llorando por mí? —me preguntó ásperamente.

Le dije que tal vez.

—No —dijo firmemente—. Cherylle no.

23 de octubre de 1973

Esta mañana me despertó temprano la policía. Dijeron que Lamar quería verme. Estaba sentado fuera en la parte de atrás de un coche de policía.

—La han encontrado —dijo—. Quieren que la identifique. ¿Puedes venir conmigo?

El cuerpo en descomposición de Cherylle había sido encontrado en una cabaña en un rancho abandonado del desierto, cerca de un lugar llamado Hi Vista. No había ni rastro de su amigo, el actor hippy. Al parecer todos los indicios apuntaban a un pacto de suicidio cumplido a medias. Había una nota con la firma de ambos, pero la policía sospechaba que después de que Cherylle hubiese apretado el gatillo, a su amante le entró el pánico, se lo pensó mejor y huyó.

A Lamar no se le escapó la profunda ironía de la situación. Permaneció inmóvil mientras el policía apartaba la manta y solo hubo una ligera ronquera en su voz cuando identificó el cuerpo.

2 de noviembre de 1973

Lamar acaba de volver a su piso. Ha estado viviendo conmigo desde que empezó la investigación policial. El hippy aún no ha sido localizado. Lamar ha sido un compañero triste y taciturno, lo cual no es sorprendente, pero no el hombre destruido que yo esperaba. Hay una especie de resignación fatalista en su actitud, habla menos obsesivamente de Cherylle y me alegra decir que parece haber abandonado sus reliquias. Sin embargo, es preciso decir que no se parece ni remotamente a la persona que era hace unos cuantos meses y ayer me dijo que pensaba presentar la dimisión a la compañía. No cesa de decir que Cherylle no hubiese podido ser feliz y que por lo tanto es mejor que acabase con su vida.

—No podía ser feliz —dice—. Cherylle no. Si no pudo ser feliz conmigo, ¿cómo podía serlo con otro?

A la mente embotada de Lamar la lógica de esta afirmación le parece incontrovertible.

8 de noviembre de 1915

Un día de lluvia envuelto en neblina. Por error la policía envió las pertenencias personales de Cherylle a mi casa, creyendo que Lamar seguía viviendo aquí. Un coche patrulla me las trajo a media tarde y les dije que yo me encargaría de entregárselas a Lamar. Había una maleta de nailon llena de ropa arrugada y una bolsa de plástico con objetos diversos. Los extendí sobre la mesa de la cocina y pensé con tristeza en Cherylle. Cherylle, con sus pantalones de raso, sus labios naranja, su pelo rubio platino. ¿Y ahora? Unas cuantas prendas sucias, un cepillo de madera, unas gafas de sol, un monedero mexicano, un amuleto, unos polvos compactos y un encendedor zippo con su nombre grabado…

Finalmente encontré a Lamar en una hamburguesería frente al mar, no lejos de su apartamento. Seguía lloviendo mucho. Estaba sentado en una mesa junto a la ventana rodeado de envases de papel encerado y botellas de cerveza vacías, mirando fijamente a los camiones que pasaban por la autopista de la costa. El resplandor de una luz roja trasera le iluminó los ojos.

Puse el zippo y los polvos compactos delante de él sobre la mesa.

—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté.

Apenas pareció sorprenderse. Tuvo un sobresalto momentáneo antes de reanudar su escrutinio del tráfico que pasaba.

—Eran suyos —dijo con voz monótona—. Yo ya no los quería, así que los metí en su bolsa.

—Pero ¿por qué, Lamar? ¿Por qué? —su impasibilidad me enfurecía—. ¿Por qué Cherylle?

Me miró como si le hubiera hecho una pregunta estúpida.

—No iba a volver nunca, ¿comprendes? Pero yo averigüé dónde estaba. Le supliqué de rodillas que viniera a casa conmigo. Pero ese hippy no la dejaba marchar. Traté de comprarle, pero no le interesó, y yo no podía permitirle a ella que me dejase por alguien así, por nadie. Tenía que hacerlo, así que lo planeé de esa manera.

—¿Y qué me dices de él, del hippy?

—Oh, él está en el desierto. Nadie le va a encontrar durante mucho tiempo.

Lamar sonrió con amargura y trazó un dibujo en la formica mojada alrededor de su botella de cerveza. Una joven camarera hispana se acercó para ver qué quería yo, llevando su aburrimiento como una mochila. Le hice señas de que se fuera. Yo quería salir de este melancólico bar con su neón parpadeante y sus cromados empañados.

Había llegado a la puerta cuando noté la mano de Lamar en mi hombro.

—Puedes decírselo si quieres. No me importa.

Me miró con expresión cansada. Noté mi voz espesa en la garganta.

—Dime solo una cosa —dije—. Quiero saber cómo te sientes ahora. ¿Te sientes fuerte, Lamar? ¿Te sientes noble? Vamos, ¿qué se siente, Lamar?

Se encogió de hombros.

—¿Recuerdas aquella obra que leímos una vez? «Sacrificaré al cordero que amo». Es así, ¿sabes? Es como dice la canción; el amor duele, llega a doler tanto que tienes que hacer algo.

Esa fue la única explicación que conseguí. Se quedó de pie en la puerta mirándome mientras me dirigía a mi coche. Los neumáticos silbando sobre el asfalto mojado, la carretera brillante como polivinilo, la lluvia resbalando por su pelo corto. Mientras me alejaba le vi por el espejo retrovisor aún allí parado, el espantoso letrero de la hamburguesería humeando sobre su cabeza. No volví a verle nunca más.

(De: En resumidas cuentas, 1993. Traducción: Maribel de Juan)

Fuente: El Ortiba