La experiencia en la Ciudad de Buenos Aires y las reglas que regirán el encuentro entre los postulantes a Presidente reflejan la mezquindad de los organizadores y de los dirigentes que aspiran a ocupar cargos públicos pero no se arriesgan a confrontar con sus rivales
Las exposiciones de los candidatos a Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que se vieron ayer y las reglas con las que se realizará el encuentro de los postulantes a presidente el próximo domingo, permiten concluir sin temor a equivocación que la política argentina clausuró el derecho de los votantes a ver un debate. En Argentina, no hay debate. Hay un “como si” se debatiera.
Varias son las razones para que esto ocurra.
Primera: las autoridades judiciales que organizan los debates no cumplieron con su deber de garantizar un democrático cambio de opiniones de los candidatos y cedieron a los caprichos y mezquindades de la mayoría de los postulantes.
Segunda: con las reglas impuestas por el Tribunal Superior de Justicia (en la Capital) y de la Cámara Electoral (en el plano nacional) se denigró el trabajo de los muy buenos periodistas elegidos reduciéndolos a meros cronometristas.
Tercera: la poca vocación de la clase dirigente de dar cuenta republicana de sus actos en forma pública y libre.
Por lo primero, es inadmisible que los jueces organizadores de los debates hayan pensado que lo visto en la ciudad y con las reglas estipuladas para la Nación pueda ser considerado un cruce democrático de ideas. Los candidatos a jefe de gobierno y, especialmente, los que aspiran a ser presidentes, intentaron que los debates no se hicieran. Le consta a este cronista que casi todos lo intentaron. Como no pudieron por imperio de la ley, pensaron un reglamento a su medida que supusiese que ninguno de los postulantes pueda hablar con el otro y, menos, rebatirlo. Ergo, no hay debate.
Aquí, es cierto, hay pobreza política de los que aspiran a gobernar y dicen que tienen capacidad para hacerlo pero no soportan un cruce fundamentado de ideas con el que piensa distinto. Sin embargo, el mayor achaque debe ser hecho a los jueces que lo permitieron.
En el caso nacional, el artículo 5 de la ley 27337 dice que “La Cámara Nacional Electoral, con asesoramiento de organizaciones del ámbito académico y de la sociedad civil comprometidas con la promoción de los valores democráticos, convocará a los candidatos o representantes de las organizaciones políticas participantes, a una audiencia destinada a acordar el reglamento de realización de los debates, los moderadores de los mismos y los temas a abordar en cada uno de ellos. En todos los casos, a falta de acuerdo entre las partes, la decisión recaerá en la Cámara Nacional Electoral”.
No hay dudas de que los jueces Santiago Corcuera y Alberto Dalla Vía pudieron haber tomado la decisión de permitir algo más rico que una sucesión de exposiciones de ideas, deseos o, cómo no, falacias sin chances de ser contrastadas. Si Alberto Fernández y Mauricio Macri no querían cruces de opiniones, bien los jueces podrían haber hecho primar por encima de ese capricho el derecho a los ciudadanos de conocer democráticamente qué piensan de lo que aduce su contrincante. Todavía más: prohibieron que se “parta la pantalla” y se vea el gesto de otro candidato cuando habla un contrincante. Censuraron el cambio de opiniones y hasta de los gestos. Los magistrados fueron complacientes con la ausencia de vocación de debate de los candidatos y, con su firma, lo legitimaron.
La elección de periodistas para “moderar” los encuentros no pudo ser mejor. Hay muy buenos profesionales, sólidos y con experiencia. En Buenos Aires -no es un dato menor- había más moderadores que candidatos que se atropellaron por ocupar su sitio en una desprolija transmisión televisiva.
El domingo que viene, los jueces responsables reducirán a profesionales de la talla como Mónica Gutierrez, Rodolfo Barili o Guillermo Andino a la tarea de cronometristas de tiempos o de locutor en off de PNT comercial. Inadmisible. ¿A quién no le gustaría escuchar la pregunta de María Laura Santillán o el tópico que pueden introducir Marcelo Bonelli o María O’Donnell, por ejemplificar, con conceptos o repreguntas que profundicen el debate? Evidentemente a los candidatos no les gusta. Y los organizadores cedieron a ese capricho.
La capacidad de mejorar el ámbito de debate reside en la reglamentación de la ley. Sin embargo, de allí surge una insólita amenaza de sanción para los moderadores que se salgan de las reglas por $200.000, según reveló este viernes Barili en radio La Red. Para los periodistas, hasta multas. Para los candidatos, libertad para evitar confrontaciones de ideas. Raro.
Es muy importante que los debates se hagan. Los registros de audiencia demuestran que la ciudadanía tiene interés en verlos. Tal vocación de ágora democrática se vuelve a dar de patadas con la poca intención de los que aspiran a los cargos para soportar un cruce de ideas. Y de los organizadores de ser más funcionales a mostrar una maqueta de debate que tiende a parecerse a cartón pintado.
Varias son las razones para que esto ocurra.
Primera: las autoridades judiciales que organizan los debates no cumplieron con su deber de garantizar un democrático cambio de opiniones de los candidatos y cedieron a los caprichos y mezquindades de la mayoría de los postulantes.
Segunda: con las reglas impuestas por el Tribunal Superior de Justicia (en la Capital) y de la Cámara Electoral (en el plano nacional) se denigró el trabajo de los muy buenos periodistas elegidos reduciéndolos a meros cronometristas.
Tercera: la poca vocación de la clase dirigente de dar cuenta republicana de sus actos en forma pública y libre.
Por lo primero, es inadmisible que los jueces organizadores de los debates hayan pensado que lo visto en la ciudad y con las reglas estipuladas para la Nación pueda ser considerado un cruce democrático de ideas. Los candidatos a jefe de gobierno y, especialmente, los que aspiran a ser presidentes, intentaron que los debates no se hicieran. Le consta a este cronista que casi todos lo intentaron. Como no pudieron por imperio de la ley, pensaron un reglamento a su medida que supusiese que ninguno de los postulantes pueda hablar con el otro y, menos, rebatirlo. Ergo, no hay debate.
Aquí, es cierto, hay pobreza política de los que aspiran a gobernar y dicen que tienen capacidad para hacerlo pero no soportan un cruce fundamentado de ideas con el que piensa distinto. Sin embargo, el mayor achaque debe ser hecho a los jueces que lo permitieron.
En el caso nacional, el artículo 5 de la ley 27337 dice que “La Cámara Nacional Electoral, con asesoramiento de organizaciones del ámbito académico y de la sociedad civil comprometidas con la promoción de los valores democráticos, convocará a los candidatos o representantes de las organizaciones políticas participantes, a una audiencia destinada a acordar el reglamento de realización de los debates, los moderadores de los mismos y los temas a abordar en cada uno de ellos. En todos los casos, a falta de acuerdo entre las partes, la decisión recaerá en la Cámara Nacional Electoral”.
No hay dudas de que los jueces Santiago Corcuera y Alberto Dalla Vía pudieron haber tomado la decisión de permitir algo más rico que una sucesión de exposiciones de ideas, deseos o, cómo no, falacias sin chances de ser contrastadas. Si Alberto Fernández y Mauricio Macri no querían cruces de opiniones, bien los jueces podrían haber hecho primar por encima de ese capricho el derecho a los ciudadanos de conocer democráticamente qué piensan de lo que aduce su contrincante. Todavía más: prohibieron que se “parta la pantalla” y se vea el gesto de otro candidato cuando habla un contrincante. Censuraron el cambio de opiniones y hasta de los gestos. Los magistrados fueron complacientes con la ausencia de vocación de debate de los candidatos y, con su firma, lo legitimaron.
La elección de periodistas para “moderar” los encuentros no pudo ser mejor. Hay muy buenos profesionales, sólidos y con experiencia. En Buenos Aires -no es un dato menor- había más moderadores que candidatos que se atropellaron por ocupar su sitio en una desprolija transmisión televisiva.
El domingo que viene, los jueces responsables reducirán a profesionales de la talla como Mónica Gutierrez, Rodolfo Barili o Guillermo Andino a la tarea de cronometristas de tiempos o de locutor en off de PNT comercial. Inadmisible. ¿A quién no le gustaría escuchar la pregunta de María Laura Santillán o el tópico que pueden introducir Marcelo Bonelli o María O’Donnell, por ejemplificar, con conceptos o repreguntas que profundicen el debate? Evidentemente a los candidatos no les gusta. Y los organizadores cedieron a ese capricho.
La capacidad de mejorar el ámbito de debate reside en la reglamentación de la ley. Sin embargo, de allí surge una insólita amenaza de sanción para los moderadores que se salgan de las reglas por $200.000, según reveló este viernes Barili en radio La Red. Para los periodistas, hasta multas. Para los candidatos, libertad para evitar confrontaciones de ideas. Raro.
Es muy importante que los debates se hagan. Los registros de audiencia demuestran que la ciudadanía tiene interés en verlos. Tal vocación de ágora democrática se vuelve a dar de patadas con la poca intención de los que aspiran a los cargos para soportar un cruce de ideas. Y de los organizadores de ser más funcionales a mostrar una maqueta de debate que tiende a parecerse a cartón pintado.