LITERATURA: cuento de Murakami, “Áspera piedra, fría almohada”

El japonés Haruki Murakami, autor del cuento "Áspera piedra, fría almohada". (Foto: El Ortiba).

BUENOS AIRES (Especial-El Ortiba). Cuento publicado por El Ortiba anteayer:

ÁSPERA PIEDRA, FRÍA ALMOHADA

 

Por Haruki Murakami

Pese a ser la protagonista de la historia que me dispongo a narrar a continuación, no hay mucho que pueda contarles de aquella mujer de quien incluso he olvidado su rostro y su nombre, y de la que, no obstante, confío en que haya hecho lo propio conmigo.

Cuando la conocí, yo todavía me encontraba cursando segundo en la universidad y no había cumplido aún veinte años, mientras que ella debía de tener veintitantos. El azar nos llevó a coincidir mientras trabajábamos en el mismo turno de uno de esos empleos a tiempo parcial, y a que nos conociéramos allí, y las insondables chanzas del destino quisieron que pasáramos una noche juntos y que no volviéramos a vernos.

A mis diecinueve años, no sabía nada de los asuntos del corazón, ni del mío ni, por supuesto, del de los demás, y aunque de vez en cuando me veía sorprendido y zarandeado por los bandazos de la tristeza y la alegría, todavía era incapaz de entender que, entre ambos extremos, podía desplegarse todo un abanico de estados intermedios, lo cual me desconcertaba a menudo y me desanimaba bastante.

Pero hablaré de ella.

Los únicos detalles biográficos que conozco son que escribía tankas, es decir, poemas de métrica clásica japonesa, y que había publicado un poemario. Nada más. Y lo de publicado es un decir, porque lo cierto es que todo, desde la encuadernación realizada con hilo burdo de cometa hasta la impresión de sus páginas y su precaria cubierta, parecía haber corrido por cuenta propia. Lo llamativo del asunto es que un buen número de aquellas tankas se me quedaron profundamente grabadas en la mente, e incluso diría que en mi corazón, y nunca he llegado a olvidarlas pese al paso de los años; tankas de amor y de muerte en las que se rechazaba la separación nominal de ambos conceptos.

Un largo trecho / se interpone entre ambos, / mar infinito.

¿Fue acaso sensato / volar hasta Júpiter?

Áspera piedra, / en ti mi sien apoyo, / fría almohada,

y el flujo palpitante / de mi sangre escucho.

Yacíamos ambos desnudos en la cama cuando ella me preguntó:

—¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chico en el momento de correrme?

—No —repliqué.

Mi sencilla respuesta no venía avalada por ninguna experiencia anterior en semejante tipo de excentricidades, pero, mientras no se tratara más que de eso, pensé que podría tolerarlo. Al fin y al cabo, sería tan sólo un nombre, una palabra. Y una palabra no tenía por qué cambiar nada de lo que, en principio, iba a suceder entre ella y yo.

—Puede que —aclaró con cierta reticencia— no me limite sólo a decirlo, sino que lo grite.

—¿Estás de broma? —exclamé de inmediato, con disgusto. Mi apartamento se hallaba en un vetusto edificio de madera de paredes tan finas y endebles como papel de pergamino, de manera que todo lo que superara un irrisorio grado de volumen sonoro se oiría con perfecta y nítida claridad en el piso de al lado.

—Bien, pues morderé una toalla cuando llegue el fatídico momento, ¿qué te parece? —propuso resuelta.

Seleccioné la toalla más presentable y en mejor estado del cuarto de baño y la dejé junto a la almohada.

—¿Servirá? —pregunté.

Ella tomó la toalla y la mordió varias veces con concienzuda fruición, cual yegua que cierra sus quijadas sobre el bocado. Asintió con la cabeza en claro gesto de aprobación.

Un fortuito encadenamiento de hechos nos había llevado a aquella pintoresca situación, en la que ambos desnudos en la cama comprobábamos la validez de determinada toalla cuya función era ahogar un grito orgásmico. Por mi parte, no había nada premeditado, como tampoco creo que lo hubiera por parte de ella. Llevábamos medio mes trabajando juntos aquel invierno en un restaurante italiano de poca monta en Yotsuya, pero en puestos algo separados —yo fregando platos o como ayudante de cocina, según fuera menester, y ella como camarera— y apenas habíamos tenido la oportunidad de charlar con cierto sosiego. Ella era la única allí que no compaginaba el empleo a tiempo parcial con los estudios universitarios, y tal vez por esa razón era, entre todos los empleados, quien se tomaba las cosas con más tranquilidad e indolencia.

Había decidido dejar el trabajo a mediados de diciembre y, cierto día próximo a la fecha señalada, nos juntamos unos cuantos jóvenes empleados para ir a tomar algo a un bar cercano. Nada particularmente ceremonioso, tan solo una agradable reunión entre conocidos regada con cerveza de barril y aderezada con algo para picar, a modo de despedida. Entre los numerosos temas de conversación informal que surgieron durante la hora que se alargó aquello, me enteré de que, con anterioridad, había trabajado en una pequeña inmobiliaria y como dependienta en una librería. Por lo visto, en ninguno de los dos empleos había hecho buenas migas con el jefe ni con el encargado. En el restaurante, sin embargo, no había tenido ningún problema de ese tipo, pero el sueldo era tan bajo que apenas le daba para vivir y, pese a sentirse relativamente cómoda allí, no le quedaba más remedio que buscar otro empleo.

Alguno de mis compañeros le preguntó qué nuevo trabajo aspiraba a encontrar.

—El tipo de empleo es lo de menos —replicó ella mientras se frotaba con la yema de los dedos las aletas de la nariz. Tenía a un lado de la nariz, como si fuera una pequeña constelación, dos lunares coquetos—. No espero nada de ninguno.

Yo vivía por aquel entonces en el barrio de Asagaya y ella en la ciudad periférica de Koganei, de modo que el trayecto más lógico para ambos consistía en coger el metro en la estación de Yotsuya y tomar la línea Chuo. Eran más de las once de una desapacible noche, fría y ventosa, cuando por fin nos subimos al metro y no sentamos juntos. El invierno se había recrudecido rauda y sigilosamente, pillando a todo el mundo desprevenido, sin guantes ni bufanda, o complementos similares, que de pronto resultaban imprescindibles. Cerca de Asagawa me puse en pie. Ella alzó la cabeza y, mirándome, dijo con un hilo de voz:

—¿Te importaría que me quedase esta noche en tu casa?

—Supongo que no. Pero ¿por qué?

—Koganei queda todavía bastante lejos —se excusó ella.

—Hay muy poco espacio y no veas el desorden que reina por todos lados —avisé.

—No importa —aseguró, y se agarró a mi brazo.

Y así fue como acabó en mi pequeño y destartalado apartamento. Una vez allí, le ofrecí una lata de cerveza y cogí otra para mí. Bebimos despacio, deleitándonos en el lento discurrir del tiempo. Tras apurar su lata, ella se incorporó y, como un fogonazo ante mi incrédula mirada, se desvistió con absoluta naturalidad y se metió en la cama. Ni corto ni perezoso, decidí desnudarme yo también y, tras apagar la luz, me metí en la cama, entre cuyas sábanas nos abrazamos torpemente tratando de entrar en calor. La noche era gélida pese a los esfuerzos de la estufa de gas, cuya pequeña llama apenas iluminaba la habitación. Permanecimos un buen rato en silencio. Aquel repentino e inesperado desarrollo de los acontecimientos no nos lo puso fácil para encontrar un tema de conversación que no sonara forzado o postizo. Fuimos entrando en calor y nuestros cuerpos perdieron la rigidez inicial y se fueron relajando, abriendo la vía a un nuevo flujo de sensaciones en la piel. Jamás había imaginado un grado tan intenso de intimidad como el que estaba experimentando. Fue entonces cuando me hizo la pregunta a que me he referido más arriba:

—¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chico en el momento de correrme?

—Supongo que se trata de alguien que te gusta, ¿no? —comenté, una vez preparada la toalla.—Sí, claro que me gusta —admitió con desparpajo—. Muchísimo. Mucho, mucho. No me lo quito de la cabeza. Pero él pasa completamente de mí. ¿Qué digo? No solo no le intereso, sino que está metido hasta la médula en una relación seria con otra persona. Ya ves tú.

—Pero intuyo que os veis de vez en cuando…

—Me llama por teléfono cuando le apetece acostarse conmigo —replicó ella—. Como quien pide comida a domicilio, ¿sabes?

Ante semejante declaración no se me ocurrió qué decir y guardé silencio. Ella deslizó entonces su dedo índice por mi espalda como si trazara las líneas de una figura geométrica o escribiera una palabra.

—Dice que soy fea, pero que mi cuerpo es de matrícula de honor —informó.

No estuve de acuerdo en que fuera fea. Si bien nadie afirmaría que su rostro era de una belleza canónica, el caso es que tampoco se me antojaba especialmente feo. No consigo recordar, sin embargo, detalle alguno de sus rasgos, y me veo, por tanto, incapaz de ofrecer una descripción fidedigna que pudiera ayudar al lector a formarse una imagen de ella.

—¿Y acudes a sus llamadas? —pregunté.

—¿Qué remedio me queda? Ya te he dicho que me gusta mucho —replicó con tono de obviedad—. Además, de vez en cuando me gusta que el calor de un cuerpo masculino me conforte.

Me quedé pensando en sus palabras. No acertaba a entender con exactitud ese tipo de anhelo en una mujer. ¿Cómo era ese sentimiento en concreto al que se refería? Creo que es algo que nunca he llegado a entender, ni siquiera hoy día.

—Enamorarse de alguien es como contraer una enfermedad mental no cubierta por el seguro médico —declaró en un tono plano y monótono, como si leyera un letrero.

—Supongo que tienes razón —convine con honesta admiración.

—Así que, ya sabes, tienes vía libre para pensar en otra mientras lo hacemos —sugirió—. No irás a decirme que no tienes una musa de tus pensamientos, ¿no?

—La tengo.

—Entonces, grita su nombre en el momento del orgasmo —propuso animosa—. Evidentemente, no seré yo quien te reproche que lo hagas.

Consideré la posibilidad, pero no la llevé a cabo. Hicimos el amor y eyaculé en silencio. La relación que había mantenido con la chica de mis pensamientos se había deteriorado por determinada circunstancia y no había vuelto a recuperarla del todo, de modo que gritar apasionadamente su nombre en el momento del clímax se me antojó pueril. Por el contrario, mi compañera de cama se lanzó sin reparo, en caída libre, a un frenético grito que apenas logré sofocar colocándole la toalla entre los dientes justo cuando se disponía a chillar. Por cierto, qué dentadura tan fuerte y compacta la suya. Sería la admiración de los dentistas. ¿Qué nombre salió de su garganta y quedó amortiguado a duras penas por la toalla? Vuelvo a preguntármelo ahora, y aunque no lo recuerdo con exactitud, sí sé que era de lo más vulgar y corriente; sé que me llamó la atención el hecho de que un nombre tan insulso pudiera albergar para ella una carga de sentido tan potente como para desear gritarlo con todas sus fuerzas. Sin duda, en las condiciones adecuadas, un simple nombre o una palabra bastan para conmover el corazón humano.

Al día siguiente, tenía una clase a primera hora de la mañana y debía entregar un ensayo para la evaluación del primer cuatrimestre. Evidentemente, no hice ninguna de las dos cosas y ello me causó considerables quebraderos de cabeza, pero esa es otra historia que no viene del todo al caso contar en esta ocasión. Nos despertamos casi al mediodía e inmediatamente me levanté para preparar un café instantáneo y unas tostadas. Cogí unos huevos que quedaban en la nevera y, mientras los cocía, una embriagadora sensación de entumecimiento recorrió mi cuerpo bajo la deslumbrante luminosidad del sol, que brillaba desde su cenit con inusitado esplendor, dominando el azul raso e inmaculado del cielo.

Mientras mordía una tostada untada de mantequilla, ella me preguntó:

—¿Qué estudias en la universidad?

—Literatura —respondí.

—¿Aspiras a convertirte en novelista?

—No especialmente —repliqué con sinceridad—. Al menos, no estudio literatura con ese objetivo concreto.

En realidad, no sólo no tenía particular intención de escribir novelas, sino que ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de llegar a hacerlo (pese a que en mi clase había un abrumador número de estudiantes que habían expresado públicamente su ambición de convertirse en literatos). Ante semejante confesión por mi parte, ella pareció perder al instante el interés que pudiera tener en mí, si es que había tenido alguno.

Bajo la luminosa claridad del día, la nítida marca dejada por sus dientes en la toalla, tras hundirse en ella y apretarla con fuerza, adquiría una dimensión extraña. Observar su cuerpo a la luz del sol me produjo también cierta sensación que podía describir como de irrealidad. Algo en él no terminaba de encajar ni corresponderse con la persona con quien había pasado la noche. Era un cuerpo menudo y huesudo, lívido hasta parecer enfermizo, diferente del que yo guardaba en mi recuerdo de la noche anterior, cuando se acurrucaba entre mis brazos, con su voz mimosa y coqueta, y su piel de marfil bañada por el resplandor de la luna que se filtraba por la ventana.

—Yo escribo poesía tradicional, escribo tankas —dijo abruptamente.

—¿Tankas? —pregunté.

—Sabes a qué me refiero, ¿no?

—Sí, claro.

A aquella edad relativamente temprana de mi vida, era un ingenuo y un completo ignorante de cómo funciona el mundo, pero al menos conocía la métrica de las tankas.

—Es que me ha sorprendido un poco, porque nunca me había cruzado con nadie que se dedicara a esa forma poética.

Ella sonrió divertida.

—Pues, mira, hay gente así. Aquí tienes a una.

—¿Debo suponer que perteneces a una agrupación poética o algo así? —pregunté de forma tan necia como candorosa.

—No, claro que no —contestó y se encogió levemente de hombros—. La poesía es cosa de uno, nace del individuo, de su intimidad, ¿no te parece? ¿O acaso crees que es como jugar al baloncesto?

—Ya… Bueno, me parece curioso.

—¿Sí? ¿Te apetecería escuchar alguna?

Asentí con la cabeza.

—¿De verdad? —dudó ella—. ¿No lo dices por complacerme?

 

—Lo digo completamente en serio —aseguré.

Y no mentía. Cierta parte de mí ansiaba conocer lo que escribía una chica a la que había tenido entre mis brazos unas horas antes y a quien había tenido que poner una toalla entre los dientes para evitar que gritara a los cuatro vientos el nombre de un chico que no era yo.

Lo meditó durante unos instantes y, finalmente, dijo:

—Me da reparo recitar mi poesía aquí y ahora. Supongo que a estas horas de la mañana no encaja. Mira, vamos a hacer una cosa. Si tu deseo es sincero, te enviaré un volumen recopilatorio que he publicado, ¿de acuerdo? Dame tu nombre y tu dirección.

Apunté ambos en la hoja de una libreta, la arranqué y se la entregué. La tomó y, durante unos instantes, contempló lo que había escrito, luego dobló el papel por la mitad, lo dobló una vez más y lo guardó en el bolsillo de su gastado abrigo verde pálido, en cuyo cuello redondo llevaba un broche plateado con motivos florales de lirios de los valles. Aunque sigo ignorando como entonces todo sobre las flores y sus nombres, todavía recuerdo la chispeante sinfonía de brillos y destellos que emitían los lirios a la luz que entraba por la ventana (era un tipo de flor que hacía tiempo que me gustaba mucho).

 

—Muchas gracias por permitirme pasar la noche aquí. Lo último que deseaba era continuar el trayecto sola hasta Koganei —dijo como parte de su breve discurso de despedida—. A veces, las mujeres simplemente necesitamos sentirnos acompañadas.

Entonces lo comprendí. Supe que no volvería a verla. Simplemente, no deseaba continuar el trayecto sola hasta Koganei.

Una semana más tarde recibí un sobre con su libro de poemas. Para ser honesto diré que no había albergado casi ninguna esperanza de que se tomara la molestia de enviármelo. Pero, efectivamente, ahí lo tenía, en mis manos. Me había imaginado que para cuando hubiese llegado a su apartamento en Koganei se habría olvidado por completo de mí (o, peor aún, que estaría haciendo denodados esfuerzos por olvidarme lo más rápido posible), y, por tanto, la idea de que se tomara la molestia de introducir el libro en un sobre, escribir mi nombre y dirección, pegar los sellos correspondientes y llevarlo a una oficina de correos se me antojaba poco menos que inverosímil. De ahí mi considerable sorpresa cuando me encontré con el mencionado sobre encajado en el buzón de casa.

El título del poemario era Áspera piedra, fría almohada, y como autora figuraba solamente el nombre de Chiho. Pese a que desconozco si era su nombre auténtico o si se trataba de un pseudónimo, sí tengo la certeza de que nadie lo utilizó para dirigirse a ella en el restaurante (de hecho, ni siquiera recuerdo el nombre, o quizás apelativo, con el que, de facto, la llamaban los compañeros de trabajo). El sobre, uno de esos, color marrón de oficina, no llevaba remite y en su interior no se adjuntaba carta o tarjeta postal alguna. El fino volumen cosido con hilo blanco de cometa aguardaba agazapado y en soledad a que lo extrajera de ahí. Pese a la evidencia de tratarse de un trabajo casero, había sido llevado a cabo con suficiente esmero. El papel era grueso y de buena calidad; y la impresión, clara y límpida, con hermosos y elegantes caracteres. La imaginé a ella apilando, diligente y pacientemente, las páginas en su debido orden, añadiendo la portada y cosiendo el lomo con aguja e hilo para encuadernar cada volumen y, así, ahorrarse los servicios de una imprenta. La imaginaba enfrascada en semejantes menesteres, pero no veía su figura ni su rostro delineados con claridad y nitidez en mi mente. Reparé entonces en que la primera página llevaba estampado el número veintiocho, lo cual significaba que aquel era el vigésimo octavo ejemplar de una edición limitada. Me pregunté de cuántos ejemplares en total constaría dicha edición. No encontré el precio por ningún sitio. Seguramente, nunca lo había tenido.

Dejé el libro sobre la mesa del comedor sin hojearlo o abrirlo siquiera. Al pasar por delante, mis ojos se posaban a veces en la portada durante un esquivo instante, pero nada más. Ni siquiera le eché un fugaz vistazo al interior. Pero no hacerlo no debe entenderse como falta de interés, pasividad indolente o despecho hacia ella, sino como una muestra del enorme respeto y consideración que merecía, a mi parecer, cualquiera que se hubiese tomado el tiempo y la dedicación necesarios para crear poesía, sobre todo si me había acostado con ella tan solo una semana antes. Por eso no debía leerlo a la ligera, sino cuando me sintiera en la disposición adecuada para ello. Por fin, la noche del sábado o el domingo siguientes, me encontré con el ánimo preparado para acometer la lectura del libro. Me acomodé junto a la ventana y leí, arropado por la desvaída luz del atardecer invernal, las cuarenta y dos tankas incluidas en la antología, una por página. Desde luego, la extensión del texto impreso era más bien corta. No había prólogo ni epílogo, como tampoco fecha de edición. Solo poemas impresos con caracteres negros en el centro de las páginas con enormes márgenes en blanco.

La relativamente larga espera antes de leerlos no implicaba por mi parte unas expectativas demasiado altas en cuanto a la calidad artística de los poemas. Como ya he indicado más arriba, mi motivación inicial para leerlos no se debía más que a la coyuntura personal de haberme encontrado con la autora, aquella chica que había ahogado en una toalla el nombre de un varón, al que yo no conocía, mientras hacíamos el amor. Esto último me parecía razón suficiente para sentir cierta curiosidad cuando menos por su actividad artística. Sin embargo, para mi sorpresa y más allá de consideraciones anecdóticas, me sentí conmovido y me dejé arrebatar por la intensidad de algunas de las tankas incluidas en el volumen.

Lo cierto es que, aparte del nombre, sabía muy poco de dicha forma poética (y hoy día sigo sin saber apenas nada) y, por tanto, los leí reconociéndome incapacitado para juzgar su calidad de modo objetivo. Pese a ello, algunas de las tankas me produjeron una honda impresión y me emocionaron honestamente. ¿Por qué? No sabría decirlo con seguridad, pero supongo que todas tendrían algunos elementos en común para impresionarme de tal manera.

 

A continuación, reproduzco varios de los poemas:

 

Ahora o nunca, / este será el momento, / que no se

[escape.

Unamos nuestras manos, / que no se nos derrame.

Brisa del monte, / guillotina silente, / lluvia de junio

que pertinaz se vierte / sobre flores de hortensia.

 

Al abrir el libro y deslizar la vista por los grandes caracteres negros de sus páginas, animándome incluso a leer algunos de ellos en voz alta, mi memoria evocó con nitidez la imagen de su cuerpo resplandeciente entre mis brazos bañado por la tenue luz plateada de la luna, de sus pechos de redondez concisa y sus pequeños y duros pezones, de su vello púbico ralo y su sexo húmedo, su rostro fruncido en un gesto con los ojos cerrados, y su boca mordiente, reprimiendo el grito varias veces de un nombre vulgar y anónimo. Curiosamente, no pude recordar la imagen un tanto desvaída e insulsa que me transmitió a la mañana siguiente, bajo la deslumbrante claridad del sol.

 

¿Qué sucederá? / ¿Volveremos a vernos? / Nada está escrito.

Caprichoso el destino, / de mil ínfulas ebrio.

¿Coincidiremos? / Avancemos con calma, / transitemos despacio.

La luz nos invitará, / pero la sombra vencerá.

 

Desconozco si continúa escribiendo poesía y sigo sin recordar su rostro. Sólo conservo de ella el nombre con que firmó sus poemas, Chiho, y el recuerdo de su piel sedosa entregada a mis caricias bajo el manto de la noche y el halo de luz de la luna. También aquellos dos lunares juguetones junto a la nariz, como una constelación mínima.

No puedo tener siquiera la certeza de que esté viva. Me inunda a veces la desazón de que haya puesto fin a su vida. No pocos de sus poemas transmitían cierta sed de muerte, cuya culminación parecía consistir en seccionarse la cabeza con un objeto afilado y cortante.

Ya cae la tarde, / reino del desconcierto, / lluvia incesante.

Ya rasga el horizonte, / mira, el hacha sin nombre.

Desconozco qué ha sido de su vida, pero a menudo me sorprendo pensando en ella y rogando por que continúe en este mundo, entre los mortales, dedicándose todavía y por muchos años a sus tankas. ¿Por qué pienso tanto en ella? No hay nada en realidad que conecte ahora su existencia a la mía. Ni aun dándose el caso de que nos cruzáramos por la calle o coincidiéramos en mesas contiguas en un restaurante nos reconoceríamos. Las líneas rectas de nuestras vidas habían convergido aquella noche y, tras cruzarse en un solo punto, se habían separado para proseguir cada una su camino, alejándose cada vez más.

Cómo pasa el tiempo. Han transcurrido ya muchos años desde aquello… Resulta enigmático que envejezcamos en lo que dura un parpadeo, que todo parezca tan breve y que no haya marcha atrás, que cada momento sea un paso más hacia la decadencia, la ruina y la extinción (o tal vez no haya en ello nada enigmático precisamente). El lapso que dura un parpadeo basta para que una cantidad ingente de cosas transite del ámbito de la existencia al de la inexistencia, arrastradas como hojas de otoño por el viento frío de medianoche, sin dejar tras de sí vestigio alguno, solo recuerdos difusos en cuya imagen uno no puede confiar —y esto le sucede tanto a lo que tiene nombre como a lo que carece de él—. Llego a preguntarme incluso si es posible comprender qué ocurrió entre ella y yo aquella noche, qué tipo de lazo nos unió.

Al menos, las palabras permanecen a nuestro lado si tenemos suerte. Son seres fabulosos que trepan hasta lo alto de una escarpada cima con la llegada del atardecer y se ocultan en el interior de pequeños agujeros excavados en la tierra a su medida, borrando toda prueba de su existencia en medio del bramido del viento. Con la llegada del amanecer, el viento amaina y las palabras supervivientes se asoman sigilosas, en actitud tímida y remisa, con tendencia a la polisemia, suficientemente preparadas, no obstante, para ejercer de testigos del mundo con imparcialidad y honestidad. Al ser humano, sin embargo, no le será fácil hallar, recabar y conservar vocablos. Para ello tendrá que recurrir en ocasiones al propio sacrificio incondicional, a apoyar la cabeza sobre la áspera y fría superficie de una almohada de piedra y ofrecer su alma bajo la luz blanca de la luna.

Quizás nadie más que yo en el mundo guarde el recuerdo de los versos de ella, y estoy casi seguro de que nadie puede recitar de memoria ninguno de ellos. Quizás todos los ejemplares de su librito de poemas, devotamente encuadernados con hilo de cometa e impresos por ella misma, hayan desaparecido y caído en el olvido —a excepción del marcado con el número veintiocho—, absorbidos por el enorme vacío de insondable oscuridad que se abre entre las órbitas de Saturno y Júpiter. Quizás ni siquiera ella misma (considerando que aún viva) recuerde aquella afición poética que tal vez solo perteneciera a su época de juventud. Es incluso altamente probable que mi capacidad para evocar algunas de sus tankas no se deba más que a la asociación establecida por mi mente entre estas y la marca de dientes que dejó en el blando tejido de la toalla. A nada más que eso. Y entonces, ¿qué sentido tiene? ¿De qué me sirve llevarlo anclado en la memoria? ¿De qué me sirve sacar, como hago de vez en cuando, el libro ya descolorido del cajón donde lo guardo y volver a leerlo? ¿Qué sentido y valor tiene? No lo sé. Es más, lo desconozco por completo.

Sólo sé que, sea cual sea su significado, ha sobrevivido al resto de las palabras y los recuerdos. Todos los demás ya se fueron, se desvanecieron para siempre, convertidos en polvo.

En ti descanso / mi testa polvorienta, / almohada pétrea,

¿Serás tú quien la siegue o / seré yo quien lo haga?

 

(De: Primera persona del singular, Tusquets, 2020. Traducido del japonés por Juan Francisco González Sánchez)