DESDE LA SICOLOGÍA Y EL DIARIO VIVIR: Thomas Mann no elude los intersticios que tocan lo que dejaron Goethe, Freud, Nietzsche y Schopenhauer

Thomas Mann fue premio Nobel en 1929. (Foto: El Ortiba).

BUENOS AIRES (Especial-EL SOL ABC). Thomas Mann dejó en su legado literario obras que penetraron en el inconsciente del hombre para buscar respuestas en la vida cotidiana de sus personajes. Por ello en este fin de semana especial, para sacarnos la contaminación que sufrimos desde todos los puntos, mucho más ahora con la tecnología, compartimos “El Niño Prodigio”, cuento de su libro La Caída

Volver a poner los pies en la tierra y dejarnos llevar por ese té caliente con limón o con canela o clavo de olor, sino también un café espumante, que de a sorbos, mientras un tema muy suave, bajo la melodía que nos regala el hoy ido Tony Benett.

Entonces la invitación está hecha para deleitarnos con la lectura de este cuento escrito por el alemán, que por un tiempo fue norteamericano, pero que luego regresó a su querida Zurich para morir físicamente en 1955, pero que siempre es recordado como el premio Nobel alemán.

        “EL NIÑO PRODIGIO”

Por Thomas Mann

Aparece el niño prodigio; en la sala se hace silencio.

Se hace silencio, y luego la gente empieza a aplaudir porque en algún lugar de la sala un caudillo nato, conductor de rebaños ha sido el primero en dar palmadas. La gente nada ha oído todavía, pero aplaude; un poderoso aparato propagandístico ha preparado el camino al niño prodigio, la gente ha sido engañada aunque no se dé cuenta.

El niño prodigio aparece de detrás de un lujoso biombo, bordado todo él de guirnaldas estilo Imperio y grandes flores fabulosas; sube con pasos cortos y ágiles los peldaños del estrado y se adentra en los aplausos como en un baño, tiritando un poco, sobrecogido por un pequeño escalofrío, pero al fin y al cabo no deja de sentirse sumergido en un agradable elemento. Se acerca al borde del estrado, sonríe como si fuera a ser fotografiado, y agradece los aplausos con un pequeño, tímido y amable saludo de señorita, a pesar de ser un muchacho.

Va vestido todo él de seda blanca y esto produce cierta emoción en la sala. Lleva una chaqueta de seda blanca de corte de fantasía con una faja debajo, y sus zapatos son también de seda blanca. Pero sus piernas desnudas, muy morenas, contrastan vivamente con los blancos pantalones de seda; pues es un muchacho griego.

Se llama Bibi Saccellaphylaccas. Sí, así se llama. De qué nombre de pila deriva «Bibi», aquella abreviación o apodo cariñoso, no lo sabe nadie, excepto el empresario, que lo considera secreto profesional. Bibi tiene el pelo terso y negro, le cae por los lados hasta los hombros, lo lleva peinado con raya al lado y recogido por una pequeña cinta de seda en la frente atezada, estrecha y arqueada. Posee el rostro infantil más inocente del mundo, una naricita rudimentaria y una boca desdibujada; únicamente la partición entre sus ojos de ratón, negros como el betún, es un poco descolorida y claramente delimitada por los rasgos de carácter.

Da la impresión de tener nueve años de edad, aunque en realidad no cuenta más que ocho y se le hace pasar por siete. La gente misma no sabe si creerlo. Quizás lo saben mejor que nadie y a pesar de todo lo creen, como acostumbran hacerlo en tantos casos. La belleza, piensan ellos, consta también de pequeñas mentiras. ¿Dónde quedaría la amenidad y la elevación por encima de lo vulgar si no se aportara un poco de buena voluntad para dejar que dos y dos sean cinco? ¡Y en su modo vulgar de pensar tienen toda la razón!

El niño prodigio da las gracias hasta que amaina el fragor de los aplausos; luego se dirige al piano de cola, y la gente da un último vistazo al programa. Viene en primer lugar «Marcha solemne», luego «Rêverie», y a continuación «Le hibou et los moineaux», todo del propio Bibi Saccellaphylaccas. Todo el programa es de él, son sus composiciones.
Ciertamente que no sabe anotarlo, pero lo retiene todo en su extraordinaria cabecita, y sin duda hay que concederle importancia artística, según se advierte seria y objetivamente en los carteles que el empresario ha redactado. Parece ser que el empresario ha logrado esta concesión por parte de la crítica tras duras luchas.

El niño prodigio se sienta en la silla giratoria e intenta pescar con sus piernecitas los pedales, que por medio de un ingenioso mecanismo han sido colocados mucho más alto de lo normal para que Bibi pueda alcanzarlos. Es su propio piano de cola, que lleva consigo a todas partes. Descansa sobre caballetes de madera y su bruñido está ya algo deteriorado por el transporte continuo; pero esto hace la cosa más interesante.

Bibi pone sus pies de seda blanca en los pedales; luego hace un pequeño y alambicado ademán, mira al frente y levanta la mano derecha. Es una pequeña y atezada mano de niño, pero la articulación es vigorosa y poco infantil, y muestra unos nudillos desarrollados.

Bibi hace todos estos gestos para la gente, pues sabe que debe distraerlos un poco. Por su parte, sin embargo, esto le produce un regocijo especial y secreto, un regocijo que él no sería capaz de describir a nadie. Es esta felicidad burbujeante, esta ola secreta de placer que le embarga cada vez que se sienta ante un piano abierto, esto nunca lo perderá. Una vez más el teclado está a su disposición, estas siete octavas blanquinegras, entre las que tantas veces se ha abandonado a su suerte en una aventura profundamente excitante, y que sin embargo aparecen de nuevo tan pulcras e intactas, como una pizarra limpia. ¡Es la música, toda la música lo que está ante él!

Se extiende ante él como una mar rizada, en la que puede zambullirse y nadar beatíficamente, hacerse traer y llevar, y hundirse en el torbellino, conservando sin embargo el dominio en sus manos, para gobernar y disponer… Mantiene su mano alzada en el aire.

En la sala todo el mundo contiene la respiración. Es esta expectación que se produce antes de la primera nota… ¿Cómo empezará? Y empieza. Con su dedo índice, Bibi arranca del piano de cola el primer sonido, un sonido enérgico completamente inesperado de en medio del teclado, parecido a un trompetazo. Otros se le unen formando una introducción… los espectadores relajan sus miembros.

Es una sala suntuosa, sita en un hotel de moda de primera categoría, con rosáceas y sensuales pinturas en las paredes, exuberantes columnas, espejos churriguerescos y un sinnúmero —un verdadero sistema planetario— de bombillas eléctricas que aparecen por doquier dispuestas en racimos, en haces perfectos, e inundan la sala de una vibrante luz, más clara que la luz del sol, tenue, dorada, celestial… No hay ni una sola butaca vacía, e incluso en los pasillos laterales y en el fondo de la sala hay gente de pie. Delante, donde las butacas cuestan doce marcos (pues el empresario acata el principio de los precios respetables), se alinea la sociedad distinguida; en los círculos superiores existe un vivo interés por el niño prodigio. Se ven muchos uniformes, una elegancia exquisita… También se encuentran entre los espectadores cierta cantidad de niños, que dejan colgar sus piernas de las butacas con gran urbanidad y contemplan con ojos rutilantes a su pequeño y afortunado colega vestido de seda blanca…

Delante, a la izquierda, se sienta la madre del niño prodigio, una dama extraordinariamente gruesa, con una empolvada papada y una pluma en la cabeza, y a su lado está el empresario, un señor de tipo oriental, con grandes gemelos de oro en las sobresalientes mangas de la camisa. Y delante, en el centro, se sienta la princesa. Es una princesa mayor, pequeñita, arrugada y apergaminada, que fomenta las artes, en tanto contienen delicadeza de sentimientos. Está sentada en un sillón de terciopelo, y a sus pies se extienden alfombras persas. Tiene las manos juntas bajo el pecho sobre su vestido de seda a rayas grises, ladea la cabeza y ofrece un cuadro de aristocrática paz, mientras contempla la actuación del niño prodigio. A su lado se sienta su dama de compañía, que lleva también un vestido de seda a rayas grises. Sin embargo no es más que una dama de compañía y no puede reclinarse.

Bibi termina con gran esplendidez… ¡Con qué brío maneja el piano este mil hombres! Uno no da crédito a sus oídos. El tema de la marcha, una melodía sublime, entusiasta, irrumpe de nuevo con una exuberancia de armonías, ampulosa y soberbia, y Bibi tira hacia atrás de su cuerpo a cada compás, como si desfilara triunfante en una solemne ceremonia. Luego termina con gran fuerza, baja de la silla por el lado y espera impaciente y sonriendo los aplausos.

Y los aplausos estallan unánimes, emocionados, entusiastas. Pero ¡fijaos qué caderas tan lindas tiene el niño, cuando ejecuta su gracioso saludo de señorita! ¡Clac! ¡Clac! Esperaos, voy a sacar mi pañuelo. ¡Bravo, pequeño Saccophylax o como te llames! ¡Qué diablo de crío!

Bibi tiene que salir por tres veces consecutivas de detrás del biombo antes de que se haga silencio. Algunos rezagados, advenedizos de última hora se cuelan por atrás y se acomodan con penas y trabajos en la sala llena. El concierto se reanuda.

Bibi ejecuta su «Rêverie», consistente toda ella en arpegios, por encima de los cuales se eleva de vez en cuando con débiles alas una pequeña melodía; luego interpreta «Le Hibou et les moineaux». Esta pieza obtiene un gran éxito, produce un efecto entusiasmador. Es una auténtica pieza infantil y de una intuición maravillosa. En los bajos aparece el buho posado y guiñando melancólicamente sus tenebrosos ojos, mientras que en los altos zumban los gorriones insolentes e inquietantes, queriendo embromarlo. Después de esta pieza Bibi es ovacionado cuatro veces. Un empleado del hotel, de relucientes botones, le sube al estrado tres coronas de laurel, y se hace a un lado, mientras Bibi saluda y da las gracias. También la princesa se une a los aplausos, golpeando suavemente sus tersas manos, pero sin producir ningún ruido…

¡Cómo sabe alargar los aplausos este sujeto ducho en la materia! Se hace esperar detrás del biombo, se detiene, contempla con placer infantil los lazos de satén de las coronas —aunque con el tiempo han llegado ya a aburrirle—, saluda amable y remiso, y deja tiempo para desfogarse a la gente, para que no se eche a perder nada del valioso estrépito de sus manos. «Le hibou» es mi gancho, piensa; esta expresión la ha aprendido del empresario. Luego viene la Fantasía, a decir verdad mucho mejor, especialmente el pasaje en do mayor. Pero, vosotros, público, os habéis tragado un bufón con este buho, con todo y ser lo primero y lo más torpe que he hecho. Y saluda amablemente.

Luego interpreta una Meditación y luego un Estudio —es un programa confeccionado con mucho orden—. La Meditación es muy parecida al «Rêverie» —sin querer con esto objetarle nada—, y en el Estudio Bibi demuestra su habilidad técnica, que, por lo demás, es algo inferior a su talento creador. Por fin llega la Fantasía. Es su pieza favorita. Cada vez la toca de un modo ligeramente distinto, la interpreta libremente y, si tiene buena tarde, se sorprende a veces a sí mismo con nuevas ocurrencias y modulaciones.

Se sienta y toca, con su diminuta figura, vestido de blanco brillante, ante el grande y negro piano de cola, solo, sobresaliendo allá arriba en el estrado por encima de la masa humana, que tiene un alma común, apagada, difícilmente movible, sobre la cual él debe actuar con su alma solitaria y sublime… Su pelo fino y negro le ha caído sobre la frente junto con la cinta de seda blanca; las articulaciones de sus manos, huesudas y diestras, trabajan, y se ven temblar los músculos de sus morenas e infantiles mejillas.

De vez en cuando se producen unos momentos de olvido y aislamiento, durante los cuales sus extraños ojos de ratón, de bordes pálidos, se desvían del público hacia un lado, se deslizan por las paredes pintadas de la sala, a través de la cual miran para perderse en un vacío pletórico, lleno de vida. Pero después, una mirada vacilante vuelve de sus ojos a la sala, y él se encuentra de nuevo ante la gente.

¡Llanto y alegría, climax y derrumbamiento total, así es mi Fantasía! piensa Bibi cariñosamente. Pero ¡escuchad, ahora viene el pasaje en do mayor! Y cambia de tono mientras domina el do mayor. ¿Se darán cuenta los espectadores? ¡Ah!, ¡no, qué va, ellos no se dan cuenta! Y por esto ejecuta un lindo movimiento de ojos hacia el techo, para que por lo menos tengan algo que mirar.

La gente está sentada en largas filas y observa al niño prodigio. En sus cerebros vulgares cobijan toda clase de pensamientos. Un señor ya mayor, de barba blanca, con un anillo de sello en el índice y un tumor bulboso en la calva —una protuberancia, si se prefiere— piensa entre sí: En realidad uno tendría que avergonzarse. Uno nunca ha ido más allá de «Tres cazadores de Kurlpfalz», y está ahora aquí sentado, ya canoso, y deja que este braguillas realice portentos ante sus narices… Pero hay que pensar que esto viene de arriba. Dios distribuye sus dones, no hay nada que hacer, y no es ninguna deshonra ser una persona normal y corriente. Pasa algo así como con el Niño Jesús. Uno puede inclinarse ante un niño sin tener que avergonzarse. ¡Cuán extrañamente benéfico es esto! —No se atreve a pensar: ¡Cuán dulce es esto! La palabra «dulce» sería ridícula para un señor duro y mayor. ¡Pero lo siente así! ¡Lo siente de todos modos!

Arte… piensa el hombre de negocios con nariz de papagayo. Sí, es verdad, el arte aporta un poco de luz en la vida, un poco de tintirintín y seda blanca. Por lo demás, no queda mal. De sobra se pueden vender cincuenta localidades de a doce marcos, y no suman más que seiscientos marcos —y luego todo lo demás. Descontando el alquiler de la sala, la iluminación y los programas, quedan contantes y sonantes unos mil marcos netos. Hay que tenerlo en cuenta.

¡Esto es precisamente lo que Chopin mejor sacaba!, piensa la profesora de piano, una dama de nariz puntiaguda, de una edad en que las esperanzas se echan a dormir y la inteligencia gana en agudeza. Se puede decir que no es muy inmediato. Y añadiría: es poco inmediato. Esto suena bien. Por lo demás, sus manos no están todavía bien educadas. Hay que poder colocar una moneda en el dorso de las manos… Yo lo trataría con la regla.

Una joven, que parece toda ella hecha de cera, y se encuentra en una edad en que todo tiene interés y es muy fácil andar en pensamientos delicados, piensa entre sí: ¡Qué cosas! ¡Qué cosas toca! ¡Es la misma pasión lo que él interpreta! Pero ¿no es realmente un niño? Si me besara, sería como si me besara mi hermanito, no sería un beso. ¿Es que entonces existe una pasión suelta, una pasión en sí misma, inmaterial, que no sería más que un ferviente juego de niños…? Bueno, si dijera esto en voz alta, me darían aceite de hígado de bacalao. Así es el mundo.

Junto a una columna está de pie un oficial. Observa al venturoso Bibi y dice: Tú eres algo, yo soy algo, cada uno a su manera. Por lo demás, junta los tacones y saluda al niño prodigio con el mismo respeto que acostumbra a tributar a todos los poderes vigentes.

El crítico, por su parte, un hombre de edad avanzada, vestido con una impecable chaqueta negra y pantalones arrugados y salpicados, está sentado en una butaca gratuita y piensa: ¡Contemplen a este Bibi, a este muchacho! Como individuo tiene que crecer todavía un poco, pero como tipo, como tipo de artista, ya está del todo hecho. Posee en sí la nobleza del artista y su indignidad, su charlatanería y su destello divino, su menosprecio y su embriaguez íntima. Pero esto no puedo escribirlo; es demasiado bueno. ¡Ah!, creedme, yo también habría sido un artista, de haber comprendido todo esto tan claramente…

En este momento el niño prodigio ha terminado, y en la sala se levanta una verdadera tempestad. Bibi se ve obligado a salir una y otra vez de detrás de su biombo. El hombre de relucientes botones arrastra más coronas, cuatro coronas de laurel, una lira de violetas comunes, un ramo de rosas. El niño prodigio no tiene bastantes brazos para alcanzar todos los obsequios. El empresario sube personalmente al estrado para ayudarle. Cuelga una corona de laurel al cuello de Bibi, acaricia afectuosamente su pelo negro. Y de repente, como hechizado, se inclina y da un beso al niño prodigio, un beso sonoro, precisamente en la boca. Ahora la tempestad se convierte en un huracán. Este beso pasa por toda la sala como una sacudida eléctrica, recorte la multitud como un escalofrío nervioso. La gente se deja llevar por una necesidad frenética de escándalo. Gritos agudos se mezclan con el salvaje fragor de los aplausos. Algunos de los habituales compañeros de Bibi agitan desde abajo sus pañuelos… Pero el crítico piensa: Realmente este beso del empresario tenía que ocurrir. Una broma vieja y eficaz. Sí, Dios mío, ¡ojalá no se vieran las cosas tan claras!

Y ahora toca a su fin el concierto del niño prodigio. Ha empezado a las siete y media y termina a las ocho y media. El estrado está repleto de coronas y sobre el piano de cola hay dos pequeños tarros de flores. Bibi interpreta como número final su «Rhapsodie grecque», que termina con una transcripción de himnos griegos, que sus paisanos aquí presentes acompañarían de buena gana cantando, si no fuera un concierto distinguido. En compensación, prorrumpen al final en clamorosos aplausos, con un fogoso alboroto, como una demostración nacional. Pero el crítico de edad avanzada piensa: Realmente, el himno tenía que llegar. Esto pertenece a otro campo más allá del arte, no se deja por explotar ni un solo medio de exaltar los ánimos. Escribiré que esto no es arte. ¿Qué es el artista? Un polichinela. La crítica es lo más sublime. Pero esto no puedo escribirlo… Y se aleja metido en sus pantalones salpicados.

Después de ser reclamado nueve o diez veces, el acalorado niño prodigio no se dirige ya detrás del biombo, sino que baja a la sala, hacia donde están su mamá y el empresario. La gente se pone de pie por entre las butacas desordenadas y aplaude agolpándose hacia delante para ver de cerca a Bibi. Algunos quieren ver también a la princesa: Ante el estrado se forman dos círculos compactos alrededor del niño prodigio y de la princesa, y no se sabe bien quién de los dos llama más la atención. Pero la dama de compañía tiene orden de dirigirse a Bibi; arregla y alisa un poco su chaqueta de seda para darle aspecto de cortesano, lo conduce del brazo a la presencia de la princesa y le instruye de antemano sobre el modo de besar la mano de Su Alteza Real.

—¿Cómo compones, hijo? —pregunta la princesa—. ¿Te viene la inspiración cuando te sientas al piano?

—Oui, Madame —responde Bibi. Pero en su fuero interno piensa: ¡Ah!, ¡estúpida, vieja princesa…! Luego se vuelve huraño y descortesmente regresa junto a los suyos.

Fuera, en el guardarropa, reina un gran barullo. Todos tienen en alto sus números y reciben con brazos abiertos pieles, chales y chanclos de goma, por encima de las mesas. En algún lugar estará la profesora de piano haciendo la crítica. Es poco inmediato —estará diciendo en voz alta y mirando a su alrededor…

Ante un gran espejo de pared una dama joven y distinguida se deja poner el abrigo de noche y los guantes de piel por sus hermanos, dos tenientes. Es muy hermosa, con sus ojos de azul de acero y su rostro claro y pulido, una auténtica doncella noble. Una vez lista, espera a sus hermanos.

—¡No estés tanto rato frente al espejo, Adolfo! —dice en voz baja y enfadada a uno de ellos que no puede dejar de mirar su rostro bello y sencillo—. ¡Ya está bien!

El teniente Adolfo podrá, sin embargo, abrocharse su gabán ante el espejo ¡con su benévolo permiso! Luego se van, y fuera, en la calle, donde las lámparas de arco voltaico brillan mortecinas a través de la neblina y la nieve, el teniente Adolfo empieza a patear un poco mientras anda y, con el cuello alzado y las manos en los bolsillos sesgados del gabán, ejecuta una pequeña danza negra sobre la nieve helada, porque hace mucho frío.

¡Un niño!, piensa la desgreñada muchacha que camina tras ellos, con los brazos colgando, en compañía de un taciturno muchacho. ¡Un niño encantador! Allí dentro era adorable… Y en voz alta y aburrida dice: «Todos nosotros somos niños prodigios, y unos genios».

¡Bien!, piensa el señor mayor, que nunca ha ido más allá de «Tres cazadores de Kurpfalz», y cuya protuberancia está ahora cubierta por un sombrero de copa, ¡qué es pues esto! A mí me parece una especie de pitonisa.

El muchacho taciturno, que comprende al pie de la letra lo que ella dice, inclina la cabeza lentamente.

Luego quedan en silencio, y la muchacha desgreñada mira a los tres aristocráticos hermanos. Ellos no le hacen caso, pero ella los sigue con la mirada hasta que desaparecen por una esquina.

(De: Thomas Mann – Erzänlungen, La caída. Traducción: J. A. Bravo y F. Fontcuberta.)

Fuente: El Ortiba