UNA CRUCEÑA DE LEY: Claudia Peña, poetiza y escritora, nos deja su caudal en “Verde”, cuento para descansar la mente en el finde

Claudia Stacy Peña Claros, poetiza y escritora cruceña. Fue ministra de Evo Morales. (Foto: El Ortiba).

SALTA (Especial para EL SOL ABC). Casi con un parecido muy fuerte con nuestra Sandra Russo, también escritora, pero más periodista que cualquiera en Página 12 y en varios medios radiales, Claudia Stacy Peña Claros nos presenta testimonio de un cuadro de vida familiar allá en su Santa Cruz de la Sierra querido.

Lo cierto es que Claudia también es política que defiende los proyectos nacionales y populares, por lo que fue ministra de Autonomías (o de Departamentos y Provincias) del Gobierno de Evo Morales Aima, pero más le tira el escribir. Tiene en su haber una docena de trabajos muy bien logrados como “Poder y élites en Santa Cruz” (junto a Fernando Prado y Susana Seleme, 2007); “Inútil ardor” (poemas, con dibujos de Valia Carvalho, 2005); “Con el cielo a mis espaldas” (poemas, con dibujos de Valia Carvalho, 2007); “El evangelio según Paulina” (cuentos, 2003) y “Que mamá no nos vea” (cuentos, 2006).

Sólo que nos detenemos en Verde, para sentirnos parecidos a cualquier cruceño en el patio de su casa.

 

              VERDE

Por Claudia Peña Claros

Estábamos en la cocina cuando mi abuela me dijo que mi madre tenía los ojos verdes. ¿Los ojos verdes?, pregunté yo, mirándola a través del humo dulce de la leña vieja.

Desde entonces, el verde fue mi color preferido.

Por eso me hice amigo de Benigno, porque él también tenía los ojos verdes. Nos conocimos en la cancha de aquí a la vuelta un viernes que llovió y la cancha se inundó. No fue esa la vez que me llevó a su casa. Fue recién en la vacación, cuando el patrón me puso el ojo morado, que él me dijo: venite a mi casa, mi mamá es buena y va a dejar que te quedés. Yo fui porque tenía mucho miedo de volver a la hacienda y que el patrón me acuse de ladrón.

La casa de Benigno estaba casi en las afueras del pueblo, en aquella dirección, detrás de la antena. Tenía el techo de motacú bien peinadito, el patio recién barrido, y las gallinas gordas. ¡¿Hay gente?!, gritó Benigno mientras íbamos entrando, y en eso salió doña Felicia, su mamá. Nada más verla, me di cuenta de eso, que ella tenía los ojos verdes. Sí, eran verdes, y la trenza bien peinada.

La mamá de Benigno era buena.

Todos los días, al amanecer, cuando despertaba a mi amigo, doña Felicia le pedía una canción. Benigno tenía una voz hermosa, y yo sé que su madre lo amaba más por eso, porque su padre había sido cantor también.

Benigno le hacía caso y empezaba a cantar distraído, mientras se lavaba la cara y se vestía. Era ese el único momento del día en que doña Felicia dejaba de hacer. Sus manos se detenían y miraba sin ver a través de la puerta, hacia la calle, con una sonrisa serena que intentaba esconder.

Yo nunca conocí a mi papá, y nadie me dijo nunca si mi mamá cantaba bien o no, pero sí sé que yo canto mejor que Benigno. Sé que soy mejor que él. Yo no canto distraído mientras me lavo y me visto. Cuando canto, yo pienso en las palabras, y las palabras me van llevando por entre ellas, y yo las beso y las muerdo, las saboreo, yo me como despacito aquellas palabras pequeñas y traviesas de las canciones.

Los primeros días no dije nada. Pero a la semana, mientras aceitaba mi montura, me puse a cantar como quien no se da cuenta. Me acuerdo bien: ella estaba amasando el pan, ocupada en el calor de la tarde, y en cuanto me escuchó se quedó quieta, callada, mirando lejos por la ventana. No me dijo nada, pero sospecho que se le aguaron sus ojos verdes mientras seguía obediente mi voz.

Desde entonces me miraba diferente, me servía el café y me acariciaba la cabeza mientras sonreía. Nunca me dijo nada, pero me charlaba de las canciones y de los cantores: ¿Conocés a Horacio Vaca? Me preguntaba con sus ojos verdes, y entonces yo le cantaba «Luna junto al río” de Horacio Vaca, y ella me miraba y sus labios cantaban despacito, siguiendo mi voz.

Yo la seguía a ella. No quería salir, ya no deseaba ir a la plaza con Benigno a las seis de la tarde a mirar peladas. Prefería aquella casita de techo bien peinado, donde las gallinas eran gordas y el patio estaba siempre barrido. Donde estaba doña Felicia.

La acompañaba al mercado, y a la vuelta nos desviábamos un poquito para pasar por el cañadón del río, para ver el sol rojizo de la tarde. Yo la cuidaba a ella, y ella me cuidaba a mí. Le traía agua desde la toma sin que ella me lo pidiera. Cuando veía que la tinaja estaba quedando vacía, yo dejaba cualquier cosa y traía dos baldadas de agua fresca de la toma, pero no de la toma de la cancha, sino de la de la plaza, porque ahí el agua es más dulce y nueva. Revoqué las paredes con una cal que me regaló don Antonio de la bodega, y le puse postes nuevos a la cerca. También hice una casita para que las gallinas pongan sus huevos, y con un poquito de veneno que me traje de la estancia le saqué todas las pulgas al Vigilante, que desde ese día andaba tras de mí todo el tiempo.

Me gustaba mirarla mientras despachaba sus asuntos, y aprendí cada gesto de sus manos arrugadas y pequeñas. Sus manos la delataban. Mirándolas sabía cuándo estaba contenta o agotada, cuándo estaba apurada o nerviosa. También aprendí a reconocer cuándo los recuerdos inundaban sus manos y sus ojos verdes. La seguía con la vista y cuando ella levantaba los ojos y me sonreía, yo empezaba a cantar. A ella no le gustaban las canciones alegres y de felicidad. Le gustaban aquellas melodías antiguas que me enseñó mi abuela, esa de la muchacha que se va del pueblo y nunca puede volver, la del arriero pobre que se le muere el caballo, la del hombre que quiere a una mujer casada. Pero la que más le gustaba era «Esta nostalgia” de Horacio Vaca. Al principio no me salía muy bien, porque al final hay que mantener ese tono profundo y suave de la última estrofa, pero mi voz se fue afinando de tanto cantar, y una vez que escuché a Horacio Vaca por la radio, me di cuenta que ya le copiaba igualinga la voz.

Pero Benigno percibió todo y empezó a sentir envidia de mí. Doña Felicia ya no le pedía que le cante por las mañanas, y cuando nos fuimos a La Enconada a marcar las vacas del alcalde, Benigno vio que el abrazo de doña Felicia fue más generoso conmigo que con él. Me miró con una sombra en sus ojos, y no dijo nada en todo el camino. En La Enconada hizo pareja con José y yo tuve que trabajar con Tunín, que es débil y flojo. Cuando al final del día nos pagaron el jornal, él me lo pidió enterito, pa’ recuperar por lo menos algo de lo que tragás en mi casa, dijo.

A mí me dio miedo tener que irme, por eso cuando él estaba en la casa yo me quedaba en el patio, y me empleé con don Antonio para cargar los costales y cuidar sus chanchos. Pero Benigno empezó a hablar mal de mí: le contó a doña Felicia del patrón que decía que yo le robé; le contó de Fátima, la niña que yo seguía hasta el río. Le contó que nadie sabía quién era mi padre. Al principio ella no le hacía caso, y todo siguió igual que antes. Pero un día que el patrón fue al pueblo, yo vi que Benigno se acercó a él en la pensión y le comentó algo desde la sombra de sus ojos. El patrón se carcajeó solito y le invitó una cerveza, que Benigno se tomó de un trago, parado a un costado de su mesa.

Dos días después doña Felicia no me dejó acompañarla al mercado, y tardó en volver. Yo ya iba a ir a buscarla cuando la vi tornar por la esquina. Le había llenado la tinaja y le había comprado manteca de donde don Antonio, pero eso no la alegró como otras veces. Me dijo que se sentía enferma y esa noche no pude cantarle ninguna canción, y tampoco al día siguiente, ni al siguiente. El domingo fue a misa y después se quedó a confesión. Yo lo sé porque la acompañé a la iglesia, como siempre, y me quedé afuera como siempre también, porque mi abuela me había enseñado a no entrar donde los curas.

Ese día, cuando volvimos a la casa, doña Felicia me dijo que mejor me fuera, que no quería meterse en líos con nadie. Yo sentí lo mismo que cuando me caí del caballo en la fiesta de la Candelaria, solo que esta vez no pude levantarme de entre el polvo. Los ojos verdes de doña Felicia estaban rojos, y Benigno me dio la espalda y no dijo nada. Después ella no quiso mirarme más, y siguió pelando el maíz.

Yo me fui al cuarto apretando los dientes, aguantando el susto y la pena. Solo recogí las cosas que traje ese día que llegué, y un pañuelito de flores que doña Felicia había dejado junto a la ventana.

Ya debe haber estado rojo el sol del cañadón junto al río cuando me acerqué al fogón para despedirme de doña Felicia, que me extendió la mano pequeña sin levantar sus ojos verdes de los hervores de la olla.

Yo agarré mis cosas y me fui despacito, porque en realidad no quería irme. Pero me fui yendo, y me fui cantando. Esa fue la primera vez que lloré mientras cantaba.

 

(De: Antología del cuento boliviano. Antología de Manuel Vargas Severiche. Biblioteca del Bicentenario de Bolivia, 2016).

Fuente: El Ortiba