LITERATURA: cuento de Elsa Drucaroff, “Pájaros contra el vidrio”

Elsa Drucaroff, autora del cuento. (Foto: El Ortiba).

BUENOS AIRES (Especial para EL SOL ABC-El Ortiba). Este es el cuento presentado por Elsa Drucaroff:

 

“PÁJAROS CONTRA EL VIDRIO”

 

I                              

Ella no siempre le entendía los chistes y cuando él se ponía a hablar con su amigo, un poco se aburría, pero el tipo era divino: alto, se vestía muy bien, lindísimo. Y sabía tantas cosas, era muy inteligente, Marita nunca había conocido a uno así y además hasta hacía pocos días creía que en la vida nunca le iba a ocurrir de verdad nada. Por eso le aceptó la invitación al viejo hotel casino en la Ciudad de Piedra, por eso se atrevió y entonces empezó, pero también terminó, todo para siempre. No aceptó porque quisiera conocer ese lugar, menos frecuentado que otros por el turismo. Ni porque la estuvieran esperando allá (aunque la esperaban). Ni porque ese fuera su destino (aunque entendió tarde que lo era). Ni porque quisiera enterarse por fin de lo que desde niña se había preguntado. No. Fue con él porque estaba sola, porque no podía creer que se hubiera fijado en ella un tipo como ese, porque si se emperraba en que no, iba a quedar como una tonta y ella, para seguir gustándole a ese tipo, hubiera hecho cualquier cosa.

Cuando Marita lo vio en la playa, estaba sola y se sentía insegura, pero sobre todo él tenía buen aspecto, era argentino y ella estaba harta de no entender nada de lo que le decían en ese idioma parecido y tan distinto. Todos hablaban muy rápido como un castellano diferente y lleno de sh (un castellano viejo, le habían dicho una vez: que no era un idioma en serio). Estaba en un país peligroso con mucha gente distinta, alguna de otra raza. No es que ella tuviera algo contra otras razas, pero no estaba acostumbrada a convivir con esas personas, pese a que todo el año trataba personas muy diferentes, muchas horas por día, que pasaban por su ventanilla y a las que ella tenía que orientar. Y las trataba bien. Pero ahora, ahí, no había nadie para orientarla a ella.

En realidad, Marita había tenido un poco de miedo de hacer ese viaje cuando se lo propuso su supervisora Moira, pero no quería quedar como una tonta frente a ella. La supervisora parecía valorar su trabajo en la ventanilla de informes. Ella se daba cuenta y lo agradecía, por un lado porque en su vida era poca la gente que la había hecho sentir valiosa y por el otro, porque realmente se esforzaba por hacer bien las cosas. Y cuando la invitó tuvo miedo de que, si le decía que no, Moira no la valorara más. Sí, el país tenía algún riesgo, pero las playas eran increíbles, le había dicho la jefa. Además, su propio país también era peligroso, peligrosísimo: una sabía que salía de su casa, pero no si volvía, como decían todos. Y las playas de su país se habían puesto horribles. Esta playa extranjera era muy linda. No era fría, no tenía viento, qué distinta de la nuestra, y la costa hacía dibujitos: bahías, penínsulas. El mar, muy fuerte, demasiado. Las olas más bajitas tenían una potencia que revolcaba, pero a cambio, en el horizonte había islas con montañas verdes. Y atrás, en la costa, también: montañas verdes caían sobre el mar, algo hermoso que ella nunca había visto porque había viajado muy poco. Los tipos parecían homosexuales porque usaban sungas chiquitas, pero se fue dando cuenta de que no eran todos así por cómo la miraban. Era costumbre, nomás, usar la sunga, decía Moira. Sí, contestaba ella. Qué raro. Se les marcaba todo ahí en los slips, era un asco, aunque Moira se lo mostraba divertida y ella al final se reía, a lo mejor no era tan feo. Los bikinis de ellas no eran tan chicas como las de la mayoría. Marita se sintió incómoda por estar mostrando poco cuando todas mostraban tanto, se sintió rara y si algo no le gustaba era sentirse rara. Así que pronto se compró, carísima, un bikini que era una cintita apenas entre los glúteos, en un negocio del hotel. Si todavía estuviera de novia con Ronnie, él nunca hubiera dejado que se la pusiera y además la hubiera retado por gastar, pero debía entender que Ronnie era historia antigua y seguir extrañándolo no tenía sentido; en cambio olvidarlo resultaba ahora más fácil de lo que había creído. Cómo lo había llorado, qué dolor cuando él le dijo cosas crueles que no quería recordar. Y sin embargo… ¿estaría haciendo ese viaje si fuera por él? Jamás. ¿Estaría luciendo ese bikini? Cara, sí, pero por un lado estaba esa sorpresa enorme del departamento heredado, que parecía que valía un montón, aunque ella todavía no se habituaba a la idea; por el otro era plata ganada con sacrificio: nueve horas por día en la administración pública; plata ganada para disfrutar que no la miraran raro, que la admiraran incluso. Porque sabía que ese bikini le quedaba bien y que, hubiera dicho Ronnie lo que hubiera dicho, ella se estaba animando a ser alguien. Si para él Marita había sido aburrida y como una nada (como una nada, había dicho), eso también fue porque él la callaba cada vez que iba a opinar, porque no la escuchaba cada vez que trataba de contarle algo y porque nunca, nunca le hubiera propuesto a ella que veranearan, tan lejos, en otro país con otra cultura.

Moira había encontrado por internet un paquete de avión más hotel enfrente de un balneario bueno, alejado de los riesgos de la ciudad. Un lugar bastante exclusivo, según Google. Traslado y doce días con desayuno espectacular. Se podía pagar en muchas cuotas sin interés con tarjeta de crédito, en moneda nacional. A Marita su sueldo le permitía hacerlo, calculó que, al año, cuando terminara la deuda, podría comprar otro paquete para nuevas vacaciones. Y se decidió. Igual que ella, Moira se había separado hacía poco, no quería veranear sola. Marita juntó lo útil a lo agradable y le dio el gusto. Faltaban tres días para partir cuando recibió el llamado y se enteró de la herencia: un piso enorme y lujoso en una de las zonas más caras de la Capital. Ella no lo podía creer. Ni siquiera vivía en Buenos Aires. ¿Qué iba a hacer con eso? No habló con nadie, atinó a buscar precios de departamentos similares en páginas de compraventa y no pudo concebir las cifras que veía en la pantalla. Lloró de tristeza y de alegría, lloró de miedo… Ni siquiera pudo viajar a conocer el lugar, todo trámite quedó postergado hasta su regreso, así que con esa novedad inverosímil danzando confusa en su cabeza, Marita subió las escalerillas de un avión por primera vez en su vida.

Igual nada terminaba por cerrarle, en el avión estaba muy nerviosa y siguió nerviosa después. Nunca había volado. De pronto, demasiadas cosas raras todas juntas: el legado insólito de una mujer que nunca había conocido, pero la había dado a luz, un veraneo en el extranjero, un paisaje tan distinto, ver gente que habla diferente, como esos dos nenes negros que jugaban en el agua un poco a lo bruto, pero había que ver cómo se reía la madre negra mirándolos: con los dientes muy blancos y haciendo ruido, con su bikini diminuta y la panza blanda, negra, que se le sacudía. Una mujer tan gorda, ¿no sabe que el bikini le queda mal? Pero parecía tan contenta de ver a sus hijos jugar. Una madre es una madre, pensó Marita, negra o blanca. Y como la señora se sintió observada y levantó la vista, ella le sonrió y recibió a cambio una sonrisa más ancha, más franca que la suya. Había buena gente, Marita empezó a relajase. Pero esos muchachos negros que la miraban, ¿qué querrían? Pero si acá hay turismo de nivel, no pueden querer algo malo, me miran porque les gusto; se sintió protegida. Mientras no se alejara de esa playa, no le iba a pasar nada.

En la primera noche Moira le propuso ir a un barrio de la ciudad donde se armaban fiestas en la calle. Ella le preguntó quiénes iban a esas fiestas. Iba la gente común, la gente de la ciudad, con sus distintas razas. Y tomaban en las veredas y bailaban, ese era un país donde se bailaba mucho dijo Moira, pero Marita bailaba solamente en lugares preparados para bailar y prefería hacerlo con gente que conocía. No iba a alejarse mucho del hotel, quién sabe lo que podría pasar. Le dijo que ella no quería ir y Moira le insistió un poco, pero esta vez Marita se sostuvo, y Moira se resignó. En cambio, se pusieron sus vestidos cortos, escotados, se maquillaron bien y fueron al lindísimo bar sobre la playa, con el mar ahí al lado. Se sentaron a tomar unos tragos típicos del lugar con un nombre que Marita aprendió enseguida, antes de marearse con delicia y sentirse rica como los otros turistas. Y entonces apareció un chileno elegante, fuerte, todo bronceado, aunque bastante panzón. Era abogado, dijo. Les pagaba tragos a las dos, pero se veía que era con Moira la cosa. El tipo les habló justo de ese mismo barrio adonde Moira había querido ir y les dijo que era viernes, que ese era el día para recorrerlo, cómo iban a quedarse ahí sentaditas, él estaba con auto y las llevaba. Moira dijo rápido que ella ya se lo había propuesto a su amiga y su amiga no quería ir, pero ella sí, y antes de que Marita pudiera aclarar que con el chileno y con el auto del chileno ella se animaba, se fueron los dos y la dejaron sola.

Maldita Moira que la plantó después día tras día. Primero se había alegrado por ella, esa primera noche cuando volvió a las cinco de la mañana y le contó que el chileno era divino y la había llevado en su auto divino y habían bailado en las calles y él después le había hecho ver la ciudad de noche desde arriba de un cerro y la había besado ahí, qué romántico había pensado Marita, y el chileno había querido llevarla a su habitación pero Moira le había dicho no, mañana puede ser, ahora quiero volver a mi cuarto porque si no, mi amiga se va a preocupar. Y sí, gracias, Moira, porque yo ya estaba preocupada, menos mal que volviste, gracias. De nada. Igual la primera noche yo ni loca, dijo Moira y Marita asintió. Y al día siguiente Moira le preguntó si le molestaba que la dejara sola, porque el chileno la había invitado a visitar un barrio de la ciudad y después quería llevarla a cenar a otra zona muy linda y al volver, bueno, ahí ella esta vez le iba a decir que sí…

A Marita ya sí le molestaba, pero se las aguantó. Y cuando se despertó al otro día Moira no estaba, se había quedado en la habitación del chileno. Pero como le había avisado, Marita durmió bien. Y después se vieron en la playa y estuvieron un rato los tres juntos, pero ella sentía que sobraba y se fue a caminar, a mirar el agua azul; ese color ya mostraba que era otro país, alegraba el alma. Cuando volvió, Moira la invitó a darse un baño y otra vez una ola la tumbó, pero ya no pudo ni reírse porque tragó bastante agua y se le fue por la nariz, qué mar horrible ese. Y después Moira le dijo que el chileno era divino, coge increíblemente bien y esta noche otra vez me invitó a cenar a un lugar recaro. La llevaría con gusto, pero el chileno era muy romántico y quería estar con ella a solas. Y Marita entendió que el resto de los días del veraneo iban a ser todos así. Sos una buena amiga, gracias por no enojarte. Ojalá encuentres a alguien acá vos también, alguien tan divino como el que encontré yo. Te lo merecés. Marita se puso roja.

 

Esa noche volvió a tener el sueño horrible y se despertó transpirada, gritando sola en la habitación. Pensó que era mejor que Moira no estuviera porque iba a creer que estaba loca y no es bueno que la supervisora de una, que tiene tan buen concepto del trabajo que una hace, descubra que su subordinada es loca. Hacía mucho que no soñaba eso, mucho tiempo, creyó que no iba a volver a soñarlo y sin embargo otra vez había visto la escalera estrecha de caracol, escalón por escalón, cada escalón daba más terror que el otro. ¿Por qué? ¿Qué daba tanta angustia si lo único que pasaba era que subía una escalera? Una escalera interminable, un cilindro de paredes rugosas que había sentido sobre sus hombros desnudos. Marita se debatió confusa entre las dos sensaciones: subir y subir, como si no pudiera resistirse a seguir subiendo, y los hombros desnudos contra la pared curva de la escalera. Pero las escaleras no se suben de costado, le susurraba algo a Marita, cómo saben tus hombros de la pared rugosa, cómo lo sabés. Era raro. Marita no se detuvo a pensar más. Solía usar la palabra «raro» para cerrar un tema.

Se dio una ducha y se fue a desayunar. En el comedor no vio a Moira ni al chileno y se dijo que, ya que había volado hasta ahí, tenía que aprovechar el viaje. Se animó a probar unas frutas desconocidas, después de tantear con una banana muy pequeñita y manchada que para su asombro fue más dulce y cremosa de lo que ninguna banana jamás había sido. Luego volvió a la habitación, se puso su bikini parecido a las de todas las chicas de ese país, fueran de la raza que fueren, admiró en el espejo los efectos del gimnasio tres veces por semana y se puso una remerita suelta que dejaba al aire el ombligo y parte de la espalda. La espalda contra la pared rugosa de la escalera de caracol, pero las escaleras de caracol no se suben apoyándose en las paredes, el agujero negro interminable de la cúpula contemplado desde adentro, el agujero sin fondo hacia arriba ¿por qué un agujero hacia arriba? Las escaleras de caracol no se suben mirando el tubo negro que una tiene sobre la cabeza… ¿O la subiría así en el sueño? ¿Acostada? Raro, pensó, pero normal porque los sueños son así y es normal no acordárselos enteros. Y miró el reloj y vio que era temprano y se dijo hoy voy a aprovechar la playa, qué bueno estar acá para aprovechar este sol y mirar estas montañas. Tengo que estar agradecida a Moira porque, aunque ahora me deje sola, yo nunca hubiera llegado hasta acá si ella no hubiera confiado en mí. Y sonrió mirándose al espejo.

Fue entonces, en el tercer día de estadía, cuando conoció a ese tipo que la volvió loca. Ese tipo alto, tenía treinta y cinco (diez más que ella) y pelo entrecano ya; ella no había salido con hombres con pelo entrecano, qué atractivo. En realidad, ella había salido con Ronnie demasiados años y antes había tenido dos novios, uno casi como cosa de chicos y el otro… Del otro mejor no acordarse, porque del mal no hay que tener memoria para no juntar odio porque el odio se vuelve contra vos, es mala energía. No le gustaba a Marita pensar en el pasado. En cambio, esto nuevo que le estaba ocurriendo, eso sí le gustaba recordar una y otra vez, rehacer en su mente de nuevo cómo había empezado. Lo había registrado cuando se instaló con su amigo feo muy cerca de la sombrilla a la que ella tenía derecho porque se alojaba en ese hotel. Y le encantó escucharlo hablar bien, como hablan los argentinos, y sintió su mirada sobre el escote del bikini mientras tomaba sol y le pareció que él y el amigo feo hablaban de ella, así que cuando se levantó para ir al mar se le acercó sonriendo, sonriéndole solamente a él, y le preguntó si no le cuidaba las cosas, como si el amigo feo no existiera, y se dijo que ella nunca había sido de hacer eso, se asombró de no tener miedo a quedar como una regalada y aunque le inquietó, le gustó esa nueva chica que no era aburrida, si la viera Ronnie, además no era por regalada, estaban en un país extraño con diferencias culturales y no se podían dejar las cosas sueltas y además él y ella vivían en un lugar donde sabías que salías de tu casa pero no cuándo volvías, a ella una vez que fue a la Capital le robaron en el colectivo. O sea que no era asombroso tomar precauciones. Por eso le preguntó bien, mirándolo a los ojos (¿pero desde cuándo ella miraba así a los ojos a un tipo?), me podrás cuidar la sombrilla que me voy al agua y él sonrió mucho, con toda la cara, qué dientes lindos. Y ella se dio vuelta y supo que él clavaba sus ojos en sus glúteos redondos completamente al aire y agradeció tantas horas de transpirar en el gimnasio y se preguntó qué pasaba si otra vez el mar la revolcaba, qué papelón. Pero tampoco iba a quedarse en la orilla mojándose con las manos, como hacía su madre. Gorda, las piernas chorreando celulitis, agachada en la playa de su país para agarrar agua con las manos y mojarse los hombros. Le dio culpa recordar así a su mamá que la quería, hacía lo que podía. Había hecho lo que podía y además… Pero mejor no pensar en eso. De su pequeña ciudad hasta aquel mar marrón y ventoso, ida y vuelta, eso era todo lo que había viajado su mamá y ella… ella ahora estaba en una playa exclusiva, mar azul. ¿Ese hombre la miraría si supiera que una mujer así era su madre? ¿Pero qué estaba pensando? ¿Por qué de pronto pensaba de esa forma en su mamá? No se parecían en nada ella y su vieja porque claro, ella no era en realidad su hija; su hermana del medio sí, se parecía mucho. Marita tampoco se parecía en nada a su hermana menor, que estaba volviéndose una vaca igual que las otras. Unas vacas las tres. Qué cruel. ¿Pero de dónde le salían esas palabras? Marita siempre había sido distinta de todas las personas de su familia, pero las amaba, aunque era tan distinta que muchas veces se había preguntado si no sería adoptada. “Si no te sentís cómoda con quien te dicen que sos…”, había escuchado por la televisión. Era una propaganda de esas Abuelas que descubrían bebés robados por los militares. Y ella nunca se sentía cómoda, no, y esa frase la había sacudido, aunque no había nacido en los años que decía la propaganda sino un poco después, así que de esos bebés robados no debía ser. Y además seguro eran ideas suyas y era hija de su madre, nomás, aunque fotos del embarazo no había visto nunca. Pero a mí no me gustaba mostrar la panza, decía la mamá. Con tus hermanas, después, ya sí. Eso había dicho mucho tiempo. Hasta que no lo dijo más. Hasta que se sentó y dijo hija, tenemos que hablar, vos ya sos grande y tenés derecho a saber. Y de algún modo ya lo sabía. Menos mal que no había resultado ser hija de esa gente desaparecida. Y ahora se enteraba de que su madre de verdad había sido rica. ¡Y su mamá le había dicho que la entregó porque era pobre! Después de que te adopté mirá, me embaracé sin problemas, mi amor, fuiste vos, viste que dicen que a veces es psicológico, mirá qué lindo lo que trajiste: hermanitas bajo el brazo. Y menos mal que no estaban allí con ella, volvió a pensar Marita y volvió el dolor por lo que estaba pensando. Es que este lugar es tan distinto y este tipo es tan lindo, se disculpó. Desentonarían. Ellas mismas, las hermanas, le decían que ella era distinta, que ese cuerpo…, que ellas hacían gimnasia, pero no lograban… El tipo miraba allí en la sombrilla, Marita lo comprobó disimuladamente. Qué bien. La ola había venido más suave y la que acababa de romper estaba lejos, iba a llegar bajita. Aunque las bajitas igual eran muy fuertes. Tenía que entrar más adentro, el bombón observaba, si se ponía bien firme a lo mejor podía pasarla por arriba, no, mejor por abajo, otro papelón no. Marita se zambulló con estilo y sintió el terremoto de la ola pasando sobre ella, qué feo: el mundo vibraba y su cuerpo esta vez resistía y salía a la superficie como si no le hubiera pasado la tormenta por encima. Mejor irse rápido ahora que estaba fresca y había dado un espectáculo breve, pero digno.

Volvió a su sombrilla. El sol, la sal, el agua y el aire, el paisaje, la convencieron de que no era tan distinta así, bronceada ya, con su bikini diminuta, de esas modelos que hacían publicidades de aperitivos en la playa. Y justo los dos argentinos estaban tomando algo amarillo de vasos altos con hielo. Qué coincidencia, la publicidad ahora estaba completa. Lástima el feo, porque su bombón daba perfecto. Ellos habían contratado un parasol y habían pedido algo al servicio de bar. Le sonrieron cuando llegó. El lindo la había observado todo el tiempo mientras ella se acercaba y Marita se había hecho la interesante, eludiéndole la mirada, fingiendo estar ensimismada en otra cosa. Cuando volvió del agua él la invitó a sentarse, le dijo me llamo Matías y le presentó a su amigo Leo, la invitó a un trago. Moira llegó con el chileno a la playa y pasó al lado de los tres, Marita la saludó levantando su vaso amarillo y helado, la otra devolvió la sonrisa, pero Marita registró la falsedad y le dolió: ¿le molestaba que estuvieran empatadas? ¿O que en realidad ella estuviera mejor? Porque su argentino entrecano era más lindo que el gordo chileno. Tenía un cuerpo soberbio, no se le salía la panza como un globo del pantalón de baño ancho y largo casi como un pijama. Su bombón también usaba uno de esos pantalones horribles, pero le quedaban bien, aunque definitivamente Marita hubiera preferido verlo en sunga.

¿Prefería las sungas en los hombres? ¿Ella había pensado eso? ¿Desde cuándo? Le pareció escuchar adentro una risa ajena. Se estremeció. Era una risa diabólica. No. Era el rugido del mar. ¿Rugía el mar, acaso? Sus ojos no se despegaban de los abdominales trabajados de Matías. ¿Desde cuándo ella era tan evidente? ¿Era la bebida que estaba tomando? Pero los pensamientos raros habían aparecido antes, con su mamá. Su mamá. ¿Sería su madre biológica que le hablaba adentro? Esa mujer rica habría tenido hermoso cuerpo cuando era joven. Seguro. ¿Y cómo era que de pronto estaba muerta? Cáncer, le dijeron. Pobre. No debía ser tan vieja. Si la hubiera conocido, si estuviera con ella en esa playa, no sentiría vergüenza.

Los amigos comentaban algo que Marita no escuchaba: solamente miraba a Matías, intentaba adivinar un bulto interesante ahí donde había demasiada tela suelta. Le subió desde la vulva un ramalazo, le estremeció el vientre. Pero yo no soy así. No soy así. Marita supo que tenía miedo y tomó un trago largo de esa bebida donde el limón y el alcohol picaban cada vez con más delicia y consiguió no pensar más que en su bombón, que resultó ser profesional como el gordo chileno: Licenciado en Ciencias Políticas, dijo. Yo de política no entiendo nada, dijo Marita riendo, pero como los dos la miraron serios, no se rio más. Matías vivía en Buenos Aires y ella no, ella vivía en una pequeña ciudad que quedaba a algunas horas de viaje. Él le preguntó a qué se dedicaba. Administrativa, dijo Marita y enseguida le preguntó a él, lo suyo no era interesante, lo único interesante era lo de la herencia, pero ella de eso no hablaba. Matías y su amigo tenían el mismo título y habían enseñado en la Universidad, pero Matías seguía trabajando allá mientras que el otro había ganado una beca y se había instalado en esta ciudad con mar y playas donde ahora estaban los tres. Qué suerte tuviste, dijo Marita. Los dos decían además que investigaban en una institución que se llamaba con una sigla que ella conocía. Me suena, dijo. Es un lugar del Estado, le aclararon. ¡Qué coincidencia!, se asombró Marita. ¡Ella también trabajaba en un Banco del Estado! Matías insistió en saber, así que lo contó, aunque le pareciera poca cosa: atendía una ventanilla de informes y venían viejitas y viejitos que se desorientaban y muchas veces ella tenía que salir de la ventanilla y ayudarlos con los cajeros automáticos. La tecnología no la entienden, pobrecitos y yo les tengo paciencia. Matías y su amigo la escuchaban con simpatía y le encantó que la valoraran dos investigadores. Marita creía que solo investigaban los médicos, los de laboratorios, gente científica. Pero no, eso que ellos hacían era investigación también, qué interesante. Cobraban sueldo del Estado, como ella, con ese gobierno que sufrían todos. Lo empezó a decir, pero menos mal que se calló después de «Estado» porque ellos parecían contentos. No decían las mismas cosas que los noticieros, era como si hablaran de otro país. Igual tan mal no estaba ninguno de los tres ¿no?, porque habían volado hasta ahí y disfrutaban de esa playa. Una playa llena de argentinos, eso sí lo comentó Marita, ¿vieron cuántos argentinos hay? Y eso que la yegua que sufrimos de presidenta tiene las fronteras cerradas, dijo el amigo feo y Marita no entendió todo, aunque empezó a asentir, pero él lo había dicho sonriendo, a lo mejor con ironía, de modo que se quedó callada y sonrió también. Matías cortó el momento raro explicándole que paraba en otra parte de la ciudad, bastante lejos. Habían venido hasta esa playa para conocerla. ¿El hotel y la playa de él serían tan exclusivos como esta zona?, se preguntó Marita algo decepcionada, pero era hombre, a lo mejor se alojaba lejos por espíritu de aventura. Los hombres se podían defender. Algo en el fondo de ella le preguntó por qué estaba tan prevenida, de dónde venía el miedo. Mejor escuchar a Matías que escucharse. El bombón estaba contándole que tenía pensado hacer muchos paseos. ¿Ella qué había conocido? Todavía nada, murmuró Marita y sintió que se ponía colorada. Es que recién llegaba, se justificó, y se juró salir de esa playa de una buena vez.

Él hablaba mucho, era muy culto, usaba palabras extrañas, le gustaba explicarle cosas. En eso de hablar él y preguntarle poco a ella era igual que Ronnie y todos los que había conocido: no le interesaba tanto lo que Marita le pudiera decir como lo que le pudiera mostrar. Sabía muchísimo ese hombre sobre esa ciudad y ese país, le contó varias cosas. Política. Algunas cosas que contó le entusiasmaron, pero también la inquietaron. Matías y Leo parecían tan inteligentes que ella prefería callar a quedar como una tonta. Escuchó asintiendo y deseando que tuvieran razón. Lo miraba gesticular, opinar, dialogar con el amigo, que a veces se metía y daba más ejemplos, retomaba los argumentos y les hacía un rulo, una colita y la miraba a ella, pero no como el canoso, sino para hacerla entender. Otras veces le objetaba a él algo y los dos se trenzaban en una discusión que a Marita le resultaba interminable.

Hablaron un buen rato hasta que se instaló un silencio pesado, era como si se les hubieran acabado los temas. Matías le sonreía, pero todo era incómodo. Entonces el otro propuso jugar a las cartas. Pánico. Marita sintió pánico. Para Truco no da, somos tres, pero podemos jugar un Desconfío. Yo no juego a las cartas, murmuró, no sé jugar a nada. Nunca había podido, era ridículo, idiota, pero nunca había podido. Es muy fácil, se entusiasmó Matías, yo te explico. Es que yo no juego… no juego a las cartas repitió ella y bajó los ojos. No era el terror irracional de siempre. Era mucho, mucho peor; no podía disimularlo. Un papelón mucho peor que si la revolcara una ola, si la hiciera boquear y vomitar agua y la embarrara de arena. Imaginarse sentada ahí, las cartas listas para arrojar en la mesa, la espera del turno en el que llega el momento de ganar o de perder, el gesto definitivo. Las manos le traspiraban y la boca le empezó a temblar. Llegó un ramalazo de la pesadilla: la escalera, la escalera que subían los desesperados. ¿Qué estaba diciendo? No quiero jugar, vio que repetía. Ellos se alarmaron, pareció, porque el feo retiró enseguida la propuesta, no te preocupes, se me ocurrió nomás, quedate tranquila. Juego a la paleta, propuso ella esperanzada pero no tenían paletas. Entonces él le preguntó si iba a almorzar y el miedo se evaporó. Qué hermoso estar así, charlando en esa playa. Marita pensaba comer unas frutas, unos panes y un yogur que había guardado del desayuno en la heladera del cuarto de su hotel, para ahorrar un poco (¿pero no iba a ser rica ahora?). De todos modos, dijo sí, claro que iba a almorzar. Él propuso que se fueran de ahí. Había unos bolichitos muy lindos más hacia el centro, en la ciudad, le dijo, y ella con él y el amigo y el auto se animó a alejarse, le dijo que iba a su cuarto y se cambiaba enseguida. Pero él le contestó riendo que con el short de jean que le quedaba tan bien y con las ojotas ya estaba, en esa ciudad nadie esperaba que la gente se vistiera de ciudad y dijo algo sobre la cultura que Marita entendió, porque en difícil era lo mismo que le había dicho Moira: hay que respetar las costumbres del lugar. Se sacudieron la arena y se subieron al auto del amigo feo y Matías dijo manejo yo y Marita se sentó adelante y pudo ver qué lindo era pasear por ese camino cercado de montañas de piedra y verde, qué grande, cuánta costa que daba vueltas, cuántas islas enfrente, cuántos puentes enormes, cuántas ramblas había bajo el cielo inmensamente azul. Menos mal que tenía sus anteojos negros, la luz era descomunal. Marita resplandecía. Estaba agradecida a ese hombre precioso que le había permitido animarse al paseo. Matías, Mati, le dijo ella enseguida, qué lindo paseo. Y Mati sacó una mano del volante para acariciarla con suavidad.

La llevaron a comer mariscos en un restaurante que tenía ventanales al mar y pidieron cerveza. Marita tomó bastante mientras los escuchaba hablar, esta vez sobre música que ella no conocía y letras de canciones en ese idioma diferente. El feo lo sabía hablar perfecto y Mati, bastante. Le traducían el menú y al mozo le hablaban diciendo sh y shi y vacilaban a veces, como si buscaran con preocupación la palabra correcta. Ella se animó a decir algo que había escuchado: hablando despacio en castellano, los argentinos se hacían entender perfectamente porque ese no era un idioma en realidad, sino una especie de español viejo que no había progresado. Pero entonces el feo le contestó que era cierto que muchas formas antiguas del castellano coincidían con formas de ese idioma, que había quedado aislado en una franja entre el mar y las montañas, pero eso no significaba que no fuera un idioma ni que hubiera progresado menos. Y que, con el mismo criterio, ellos podrían decir que el castellano no era un idioma en realidad, sino que era como ese idioma ajeno, pero corrompido en sus auténticas formas primigenias. Marita se quedó con la boca abierta. Los idiomas no progresan ni se corrompen, siguió el amigo, simplemente cambian y mientras sirven para comunicarse bien, el cambio no es ni mejor ni peor, los transforma la gente cuando los habla, cuando vive, y los transforman quienes hacen arte, música, literatura, y las clases populares (así dijo) con sus jergas, y los jóvenes con sus jergas, y la ciencia que descubre cosas y tiene que poner nuevas palabras. Marita asintió, ¡eran argumentos muy buenos! Y sintió de repente qué dulce, qué maternal era esa lengua de sh y shi y música. Lengua antigua porque es lengua mamá pensó y no entendió qué estaba pensando y por qué sentía dolor (¿fue cáncer?). Y alegría, pues vio que Mati asentía sonriendo, le gustaba que ella le diera la razón a su amigo. El abogado de Moira nunca iba a poder decirle a Moira cosas así. Estaba muy contenta, aprender cosas era ser mejor persona, lo dijo y miró el mar otra vez y lo repitió y sintió que Mati, que se había sentado a su lado, dejando al feo frente a ellos, le ponía una mano sobre su muslo tibio. Se estremeció.

Marita sabía que tenía que decir que no y esperar al día siguiente para ir a la cama, pero no se atrevió, tuvo miedo de que, si esperaba, Matías dijera más cosas que ella no supiera responder y entonces él también se aburriera de ella mucho, mucho antes que Ronnie. Ya había sido horrible cuando afirmó que, si no estabas bien con vos misma, no podías estar bien con los demás. Mati y el amigo discutían algo sobre la alegría y felicidad en ese país: ¿era «genuina» o un «artificioso estereotipo»? Matías sostenía lo segundo y ahí ella dijo, solo por participar, si no estás bien con vos mismo, no podés estar bien con los demás. Hubo un silencio y enseguida Mati largó claro, pero se notó que era por cortesía. Y siguió hablando con el otro como si ella no hubiera dicho nada y Marita se puso roja. Ahora el otro le decía a Mati «es como si creyeras que existe una esencia, una idiosincrasia, un ser nacional». Lo decía con desprecio, como si nadie, nunca, jamás pudiera creer que eso existía, como si cualquier persona que creyera eso fuera sin discusión alguna imbécil y no mereciera estar con ellos tomando cerveza helada, mirando el mar increíble con las islas y las montañas verdes, no mereciera comer con ellos mariscos frescos en un país extraño. Marita se acordó de que decía a veces «los argentinos queremos vivir en paz». Le gustaba esa frase, la decían en la tele, la decían contactos de sus redes sociales. ¿A quién podía no gustarle? Ella quería vivir en paz y era lógico que todos quisieran lo mismo. Pero ahora parecía que eso significaba que entonces ella creía en «los argentinos», un todo, ¿una esencia, como decía el feo? De pronto se dio cuenta de que en el noticiero también mostraban a otra gente argentina y decían que les gustaba sembrar odio y enfrentamiento, y esa frase era contra ellos. Pero esos también eran argentinos. ¿El noticiero creía que no merecían serlo? ¿O sea que no todos los argentinos eran verdaderos argentinos? Escuchando a estos amigos discutir y nombrar libros con tanta seguridad, tanto entusiasmo, Marita aceptó una vez más que solamente pensaba idioteces pero que Ronnie, que se creía no se sabía qué y la ninguneaba a cada rato, no leía más que ella, no era como estos que ahora conocía. Leer te informa, qué suerte enorme haber conocido a Mati. Por eso, cuando los muchachos pagaron el almuerzo («Marita es mi invitada» afirmó él, un caballero, mientras ella se preguntaba, incapaz de concebir su nueva fortuna, si iba a tener que poner su tarjeta de crédito para afrontar su parte en la cifra sideral que había llegado en la factura), cuando después el feo dijo que se iba y los dejó solos, cuando Mati la invitó a caminar y la besó en la rambla, contra la balaustrada que los separaba del mar, y Marita sintió un fuego en el cuerpo que no recordaba haber sentido en su vida, decidió que era preferible que él pensara que era una regalada a que perdiera el interés porque le parecía boba. Iba a violar la regla: no iba a ser el día después. Así que se dejó llevar a un hotel que era peor que el de ella, pero estaba limpio. Se dejó desnudar. Consciente de que se jugaba el todo por el todo, quiso dar a Matías una tarde de sexo inolvidable con sus hermosos pechos y sus glúteos perfectos y las técnicas que había leído en revistas femeninas para la felatio perfecta. Era lo que hacía con Ronnie. Le venían a la mente imágenes de películas. Sin embargo, este Matías era tan increíblemente hermoso y le hacía cosas tan bien que de pronto la mente se le apagó, se olvidó de todo, no había ya imágenes que la reflejaran ni le importaba la vista que ofrecía de sus glúteos en cada posición o si su lengua daba el giro que la revista consideraba exacto, en el lugar adecuado. Hubo silencio en su cabeza o mejor, hubo barullo, mucho, y en el silencio y el barullo habló y gimió, dijo cosas raras, cosas que jamás se hubiera atrevido a decir, obscenas y verdaderas. Las olvidaba después de pronunciarlas y él respondía, enloquecido. Era su cuerpo que hablaba, su cuerpo y él; el placer que recibía y el placer que daba se volvieron lo mismo. Nunca le había pasado así, se descubrió en medio de un orgasmo eterno que no esperaba ni buscaba. Gritó, se encontró gritando. Y sintió su espalda sacudirse contra la sábana rugosa, rugosa como pared de ladrillos de una torre de cúpula con escalera caracol y techo negro, interminable. Entendió de pronto eso: en la pesadilla recurrente que después de años había vuelto a soñar aquella noche, Marita había estado contra la pared del tubo siniestro y oscuro de la escalera caracol. Pero había estado mojada, moviéndose, besando, y si recordaba el abismo negrísimo arriba de su cabeza era porque le habían hecho tener un orgasmo eterno ahí mismo, un poco después de estar contra la pared, acostada como se podía contra los escalones, un orgasmo como el de recién, el más fuerte de su vida. No. El último. Eso recordó Marita: había tenido lo que sabía era el último orgasmo de una vida antes de subir los escalones, como si arriba algo atroz estuviera llamando.

 

II

 

La mina era bastante tonta, pero tenía el mejor culo que Matías había visto en su vida. Decidió que se la iba a coger en cuanto la vio en la playa, con ese bikini asesino. Resultó además gorilona pero se adivinaba que en el fondo era buena chica y él no estaba buscando pareja, acababa de terminar mal (muy mal) una relación larga y difícil. Demasiados años con Vera, mucha vida. Por suerte no habían tenido hijos, por suerte él no había cedido cuando ella empezó con el reloj biológico y la ansiedad y las interpretaciones de psicoanalista manipuladora: no te podés pensar como padre porque estás atravesado por el abandono de tu propio padre; de dos, por si fuera poco. Pero ahora sabés la verdad, ya no podés creer que tu padre biológico te quiso dejar, sabés que no tuvo oportunidad de enterarse ni de elegir; llega el momento de enfrentar tu propia paternidad, tenés que juntarte con tu deseo, porque tu deseo está, yo lo sé. Tenés que, lo que a vos te pasa es, en realidad vos. La batería de certezas sobre lo que él necesitaba que solo hablaba de lo que necesitaba ella, las intervenciones psi al servicio de conseguir que él hiciera lo que ella quería que él hiciera. Qué problema armar pareja con una mujer que dice que sabe, qué problema creerle (porque le había creído durante tanto tiempo… porque la había querido durante tanto tiempo…). Y después, el asombro, el dolor, comprender el refinamiento del robo y la venganza. La mañana siguiente a la que ella se fue de esa casa Matías entró a su banca electrónica y descubrió que su saldo era cero. Habían desaparecido sus ahorros de siete años. ¿Pero quién era entonces esta mujer? La llamó frenéticamente al celular y no fue atendido, se encontró bloqueado en todos los canales de comunicación. Cuando llegó el resumen de la tarjeta de crédito leyó, atónito, que en pocos días debería pagar un pasaje aéreo comprado por internet, que Vera ni siquiera había tenido la gentileza de prorratear en cuotas, más un monto por alojamiento durante seis meses. Matías había dado de baja la extensión de la tarjeta de Vera horas antes de que ella partiera del departamento con sus cosas, pero estos gastos figuraban como propios y databan de una semana atrás, cuando habían decidido la separación. Entendió de pronto que no había sido un descuido la vez en que quiso pagar en un negocio y no tenía la tarjeta, tampoco era descuido que la hubiera encontrado abandonada sobre su mesa de luz. Una pareja conocida le confirmó que Vera había volado a París cuarenta y ocho horas después de haber abandonado su casa y Matías comprendió hasta dónde todo había sido planificado con perfección matemática desde el mismo momento en que él le comunicó que no aceptaría más sus presiones: ni tendría un hijo con ella ni seguiría conviviendo. Había decidido separarse.

En los primeros años de relación, Vera había tenido la chance de hacer su posdoctorado en París y había renunciado. Matías no había querido acompañarla. Acababa de ganar una suculenta beca del Estado para hacer, a su vez, su doctorado y casi al mismo tiempo, en la universidad, le habían otorgado un cargo académico estable. Viajar a París dos semanas lo entusiasmaba,pero quedarse un año le cortaba perspectivas por las que venía peleando duramente. Para Vera, en cambio, París era una solución. En su ciudad, su reciente título de psicóloga no ofrecía demasiado: realizaba acompañamientos terapéuticos desgastantes mientras atendía a dos pacientes en un consultorio que alquilaba por hora. La beca que había ganado le permitiría no solo seguir formándose como le interesaba, en una ciudad extraordinaria, también vivir con él allí. La asignación mensual era generosa, Vera ofreció sostener los gastos mayores mientras Matías seguía cobrando el dinero por su doctorado y lo hacía desde allá. Pero él se negó. No iba a renunciar a su nombramiento académico ni a alejarse de la militancia política, que tanto le entusiasmaba, justo en el momento en que el futuro de país que proponía el gobierno se acercaba a lo que él soñaba. Matías le pidió a Vera que se quedara con él y como quien le pone una frutilla tentadora al postre, le propuso que vivieran juntos. Era cierto que ella ganaba poco, pero él ahora tendría los ingresos de la docencia universitaria, más la beca. Consolidemos este proyecto; el nuestro, el del país, le pidió. Y Vera aceptó. Siguió trabajando como antes mientras él aprovechaba la tranquilidad de recibir buen dinero para sacar un crédito hipotecario y comprar el departamento adonde se mudaron. Estaban tranquilos, vivían con cierta sobriedad y Matías lograba ahorrar mes a mes un pequeño sobrante que en varios años resultó en unos cuantos miles de dólares. Fue una buena etapa: se conjugaron el placer de la formación, la investigación y la enseñanza, con la serenidad y plenitud del amor. Cuando Matías lo recordaba, no podía creerlo. ¿Era Vera? ¿Era realmente ella, la que le había hecho lo que le hizo? ¿Quién era, por favor, quién era esa mujer? ¿Vera, que lo había acompañado con coraje y lealtad a toda prueba en la situación más difícil de su vida? A toda prueba, evidentemente, no. El despecho le quitaba la máscara. El golpe de ella había cambiado su vida. Estaba arruinado. Seguía recibiendo un buen sueldo, pero debía una fortuna al banco. Por supuesto, no había podido con la cifra desmesurada de aquel vencimiento de tarjeta y había debido conseguir un crédito de urgencia. De ahora en adelante y durante bastante tiempo la mayor parte de sus ingresos deberían destinarse a pagarlo y a seguir cumpliendo con la hipoteca. Para colmo, la angustia por semejante separación le había jugado una mala pasada y no había presentado a tiempo los papeles para continuar investigando en la institución que había cobijado su doctorado y un proyecto posterior, ya terminado. Matías sabía que era imposible pagar todo eso solo con su sueldo de la universidad y sus ingresos como investigador se terminarían en el tercer mes del año que empezaba.

Matías despertaba cada mañana apretando insultos con los dientes. Maldito fuera el día en que la había conocido, el día en que la había amado, maldita la confianza que le había tenido, la docilidad con que se había dejado llevar por todas esas cosas que ella decía acerca del deseo. Deseo de verdad, decía, y lo besaba. Vos tenés deseo-de-verdad. Sí, lo peor era que estaba siendo injusto: ese era su deseo, averiguar la verdad. Y su novia lo había sabido y lo había impulsado y apoyado cada instante de ese largo proceso doloroso que había podido atravesar porque estaba bien, porque estaba sereno, porque vivía de lo que quería y con quien amaba. Con ese mismo monstruo que después… Ella era quien lo había alentado a insistir y acorralar a su madre hasta confirmar lo sospechado: su verdadero papá no era la basura que su mamá había descripto empecinadamente todo el tiempo, no los había abandonado cuando él era todavía bebé: ese era su padre de mentira; el biológico había desaparecido antes de que él naciera, se lo llevaron los militares pocos meses después de la noche en que él y su madre de diecisiete años tuvieron sexo una sola vez, escondidos en los médanos de un balneario en el Atlántico, desafiando el frío; y ese padre verdadero (Abel, le había dicho la vieja que se llamaba) habría muerto sin saber del embarazo. Desesperada, avergonzada, sin nadie en quien confiarse, juzgándose con la misma ridícula impiedad con que lloró y se juzgó mientras le contaba por fin la verdad a su hijo de más de treinta años, mientras pronunciaba ante alguien, por primera vez en su vida, la verdad que había jurado llevarse a la tumba, aquella muchacha había solucionado el problema a la hipócrita manera de esos tiempos: casamiento de apuro con el novio oficial, casi tan adolescente como ella. Tenía un novio oficial al que achacar el asunto con verosimilitud y él, presionado por sus padres, sus suegros y la culpa, no tuvo más remedio que hacerse cargo, aunque durante poco tiempo: Matías tenía dos años cuando el esposo los plantó y armó una vida lo más lejos que pudo de su madre y de él, y jamás pasó un centavo.

La revelación dinamitó un relato establecido que Matías repetía, pero casi sin saberlo, rechazaba. En lugar de una mamá heroica que lo había criado sola —esfuerzo que denotaban sus piernas reventadas de várices, sus arrugas tempranas, su cuerpo deformado por fregar en casa propia y en casas ajenas—, en lugar de un padre cobarde y bajo que los había dejado librados a su suerte, la nueva versión invertía los adjetivos: madre pusilánime y mentirosa, épico Abel. El compromiso político, la militancia (justo eso que Matías había elegido por su cuenta, eso que, creía, lo diferenciaba de su origen) eran ni más ni menos que su herencia natural. Pero él ya no era un niño capaz de idealizar a un papá de bronce (¿no lo era?): el fusil en una mano, la guitarra en la otra. Abel había tocado la guitarra al comienzo de la noche que fundó la existencia de Matías, la noche del fogón en la playa. Su madre había sido arrastrada ahí por una amiga fugaz de ese verano en el que su novio estaba haciendo el servicio militar. Y allí, deslumbrada por un mundo diferente del mundo de ese novio, de sus padres, descubrió a su perdición: Abel, futuro desaparecido y futuro papá. Destino incierto. Abel sobresalía por su belleza y su guitarra. Sonaban canciones nuevas para ella: batea que se menea, la clara, entrañable transparencia de una querida presencia, al pueblo lo que era del pueblo, un juan salía a buscar otro juan y después comían todos del mismo pan. Qué difícil imaginar a su madre no blanda, no caderona, sin su perpetuo olor a lavandina, sin el ceño marcado de dolor entre las cejas, imaginarla parecida, al menos por esa noche única, a las chicas que imaginó tantas veces, las chicas del pasado de radicalización política que Matías añoraba sin haber conocido: mamá con largo pelo lacio, jeans y zapatillas, sentada con las piernas cruzadas entre todos, rodeando el fuego; un pibe guitarrista de canciones distintas, patilludo, boina verde militar y borceguíes gastados para imitar al Che.

¿De ahí venía él, entonces? ¿De una escena como las que hasta ese momento aparecían cuando quería entender la distancia irrecorrible entre su origen y uno interesante? La verdad nunca es desdeñable, pero a veces es preferible olvidarla. Este no era el caso. Matías se puso a investigar sobre el destino de su padre: nada. Figuraba su nombre en las listas y hasta halló una única foto donde se lo veía innegablemente igual a él, pero era uno de los tantos cuyas familias no habían dado señales de buscar o reivindicar. No encontró gente dispuesta a hablar de Abel y no existía información sobre su probable final, salvo el dato del lugar donde lo habían mantenido secuestrado y lo habían torturado.

Matías ya no era un niño, era tarde para enojarse con su madre (¿era tarde?). Ella había tenido entonces diecisiete años y ninguna capacidad de maniobrar. Si a él le resultaba casi imposible juntar a la muchacha nocturna (largo cabello agitado por el viento frío de la costa Atlántica) con la señora prematuramente envejecida que le revelaba su historia, le era muy fácil hallar otro puente por donde las dos se encontraban: el miedo. Un miedo que él había intuido desde muy niño habitaba a su madre desde siempre. Un miedo que la aplastaba contra la roca áspera y sólida de la resignación. Ahora, mientras ella hablaba, podía casi verle el miedo como una cosa concreta, como quien le ve a otro su nariz o una mancha enorme en el cachete, un pelo que crece, loco, negro y solo, en la barbilla. Miedo: las lágrimas culpables por el pecado de desear tanto y no haberse podido resistir habían rodado, inútiles, imbéciles, por el rostro inimaginable de aquel entonces y rodaban ahora otra vez por la piel agrietada. Miedo: los padres de su madre hubieran preferido reventarla a palos antes de facilitarle un método anticonceptivo; la habían insultado y zamarreado cuando confesó su embarazo, qué hubieran hecho de haber sabido que ni siquiera era de su novio. Miedo: el novio, ¿la dejaría?; el aborto: ¿a dónde?, ¿cómo pagarlo sin acudir a alguien, sin confesar? ¿Cómo pagar una intervención que fuera segura? Y si la lograba pagar, ¿cómo evitar arder en el Infierno? Ni loca. La madre no lo decía, Matías existía y no era siquiera razonable discutirlo, pero Matías podía imaginar con contundencia a aquella jovencita siguiendo su embarazo por una única razón: miedo. Él era el hijo del miedo y de la culpa.

Y en estos pensamientos angustiosos Vera había estado. Instando a saber. Alentando a comprender, a no juzgar. Abrazando. Vera. Qué manera atroz de arruinar todo lo que podría haber finalizado con naturalidad. Las cosas cumplen un ciclo y el reloj biológico de las mujeres a veces sirve para eso, para poner un despertador y que uno se despierte y diga qué hago acá, mejor me voy. ¿Era tan terrible? ¿Merecía un castigo tan tremendo?

 

Olvidar. Necesitaba divertirse, relajarse, olvidar. Matías había armado sus vacaciones ya en octubre y ese había sido su modo de decidir internamente que se separaba. Fue un impulso: de pronto se encontró buscando vuelos, anticipando la alegría de visitar solo a su amigo del alma en esa ciudad de música y de sol. Hacía meses que Leo estaba allá y le insistía para que fuera. Podría haberse alojado en su casa, pero encontró un paquete de aéreo más hotel con precio irrisorio. Lo sacó con la misma tarjeta que luego Vera le robaría. No le dijo nada. No quiero veranear con ella, pensó, quiero tranquilidad, desenchufe. Quiero separarme, se admitió por fin, casi enseguida. Menos mal, pensaba ahora, menos mal que ya había hecho esa compra y no podía deshacerla, aunque abultara el monto de pesadilla que debía pagar todos los meses. Menos mal porque si no, no hubiera tenido vacaciones y con un año así y con todo lo que se viene, quedarme enterrado en Buenos Aires… me vuelvo loco… Ya estoy acá, ya estaba allí, en marzo vería qué hacer. Mientras tanto, a refugiarse en ese paraíso donde la solidaridad de Leo le hacía tanto bien y donde era tan oportuno el par de glúteos desnudos, curvos y macizos de Marita. Estaba golpeado y melancólico pero tranquilo, contento, después de todo, de haberse librado del monstruo con el que había vivido sin saberlo, agradecido por recibir de su amigo una contención que incluso incluía lo económico en esos días de charlas profundas, pero también de joda, días para hacerse de alguna historia interesante y rapidita que le sacudiera la decepción y el hollín de una pareja larga y archivada con ferocidad.

El sexo fue soberbio, y eso incluso es decir poco. O Matías nunca había sentido eso, o había olvidado que existía. Quiso ver a Marita de nuevo porque no se cansaba de tocarla. No se instalaron del todo en el mismo cuarto, pero él convenció al hotel de que la dejaran dormir ahí por una pequeña diferencia y despertaron juntos casi todas las mañanas. A ella le quedaban bastantes días antes de retomar su oscuro trabajo administrativo en un pueblo aún más oscuro, vecino a la Capital, que Matías le había prometido sin convicción visitar cuando finalizara el verano. Él, por su parte, pensaba quedarse un poco más. Mientras tanto, ahí estaban los dos, revolcándose con una ansiedad incomprensible varias veces por día y recorriendo la hermosa ciudad, trepando los cerros verdes y selváticos que rodeaban la bahía, bebiendo tragos helados con mucho limón y mucha bebida blanca y consumiendo algunas sustancias interesantes que conseguía Matías a través de Leo (y en las que ella era prácticamente virgen) para que, ya que no la afinidad, siguiera siendo cualquier tipo de embriaguez lo que le permitiera mantenerla a su lado.

Ya se va, pensaba Matías cuando los días pasaban y recibía la inquietud de su amigo. ¿No estás exagerando, Mati? Garchan muy bien, ok, es buena mina… ¿pero no estás exagerando?, le había dicho Leo. Además, ella está enganchadísima… ¡Le dijiste que vas a ir a visitarla en Semana Santa! ¿Vas a ir? Ni en pedo, decía Matías y se reía molesto de estar riéndose. No iba a ir, pero no exageraba. Algo muy oscuro allí al fondo le susurraba que estar con esa mujer en ese lugar y en ese momento era lo más verdadero que podía hacer en su vida. Era una sensación profundamente real que no tranquilizaba.

Ella se estaba enganchando. Ok. Problema suyo. ¿Suyo? ¿De cuál de los dos? Todavía estaban ahí, todavía era verano. Y fue en una de esas noches de la burbuja del verano cuando Matías y Marita tuvieron, por una vez, una conversación verdadera con palabras y no con sus cuerpos. Ella le contó de su madre obesa que resultó adoptiva, de sus hermanas, y a Matías le asombró la coincidencia: a los dos les habían ocultado su origen, los dos habían crecido engañados. Pero no le relató su propia historia porque había que hablar de lucha armada y de desaparecidos, y tuvo miedo de que Marita repitiera ciertas pavadas o canalladas que podía haber escuchado por televisión y él no podría soportar. No obstante, sintió que debía retribuir la intimidad que ella le había ofrecido y le contó su historia con Vera, el final, el agujero negro económico y vital en donde estaba metido. Marita se conmovió. La charla fue coronada con sexo, esa intensidad que no dejaba de asombrarlos. Después ella se acurrucó en sus brazos y acercó la boca a su oreja. Yo puedo ayudarte, susurró. Así fue que Matías supo del llamado telefónico, la misteriosa madre muerta, el piso de lujo en la calle más exclusiva del barrio de Recoleta, el precio abismal. Y escuchó su susto y su angustia porque no sabía qué hacer ni cómo hacerlo, a lo mejor él, que sabía tanto, podía explicarle cómo actuar cuando llegara, podía llenar papeles, no sé, dar una mano, ella no se manejaba, le habían dicho algunas cosas por teléfono, trámites pendientes, todo complicado. ¿Y si la estafaban? ¿Y qué iba a hacer con esa casa enorme, si ella no vivía en Buenos Aires? ¿Venderla? ¿Alquilarla a la distancia? ¿Y si la engañaban? Marita tenía una propuesta y él tembló: me va a decir vivamos ahí juntos, cómo zafo; pero la había subestimado: ella se ofreció a darle todo el dinero que le habían robado y todo el que precisaba pagar. No conocía la casa, pero por lo que le habían dicho era inmensa, no quería vivir ahí donde había muerto joven esa mujer desconocida. A lo mejor sí quería vivir en Buenos Aires, sería cuestión de pedir un traslado en el Banco y seguro la plata de esa casa daba para ayudarlo a él y comprarse un departamentito. Porque quería ayudarlo, porque él era bueno y una mujer mala le había hecho un daño que no se merecía y aunque era verdad que lo conocía hacía poco, las cosas pasan por algo y vos sos el hombre que yo necesito. Sos el que yo estaba buscando sin saberlo, dijo y Matías escuchó molesto, pero le sonrió y le besó los labios. Ayudame, siguió ella, es verdad que trabajo en informes en un banco, pero yo de manejar plata no entiendo nada.

Y a lo mejor Marita no era tan tonta, pensó Matías algo después, mirándola dormir, plácida, con los pies enredados en los suyos; a lo mejor las cosas sí pasaban por algo y ella también era la mujer que él no estaba buscando, pero necesitaba: linda y tonta y buena, no inteligente y admirable y culta y mil veces traidora y vengativa, como Vera. Una le arruinaba la vida, la otra se la solucionaba. De pronto, la certeza de que existía una fuerza de justicia se apoderó de Matías. El universo y sus compensaciones, se escuchó decir al día siguiente mientras compartía con su amigo, a solas, una cerveza. Y cuando Leo pidió una explicación dijo apresuradamente es que me siento mejor, es que todo empieza a acomodarse. Pero entonces lo golpeó un ramalazo de culpa: supo que lo mejor era callar la charla que había tenido con Marita y agregó acomodarse acá adentro (se tocó el pecho, la cabeza), sigo en el horno, pero lo voy a enfrentar. No quería escuchar las opiniones de Leo, quien no está en mi situación entiende poco, se dijo. Qué suerte verte bien, Mati, decía Leo, qué suerte que estar acá te sirva.

Entonces a la mañana siguiente, cuando a Marita le faltaban dos días para partir, alguien durante el desayuno les habló de la Ciudad de Piedra y del hotel del Casino que no fue. Y mientras Matías sentía un vahído nebuloso vio asombrado que las manos de ella, cuya delicadeza y precisión él venía de disfrutar, hacían un movimiento espástico y dejaban caer sobre el piso blanco de cerámica el cuchillo enmantecado y un vaso de jugo de fruta, y se quedó mirando extasiado el rojo violento del zumo tropical que se expandía por las baldosas. No sé por qué van pocos a ver esa maravilla, ustedes tienen que ir, se entusiasmaba la pareja de turistas argentinos. La ciudad de los emperadores. El hotel del juego y el suicidio.

 

III

 

Los bichos se estrellaban contra la luneta del auto que serpenteaba al sol, subiendo por la ruta con las ventanillas bajas. Desde la vera del camino los acompañaba el tupido bosque de árboles muy altos que cubría las laderas de la sierra. De pronto una enorme mariposa azul se aplastó en el vidrio. Matías gruñó y apretó el botón que ponía en marcha el limpiaparabrisas. Los brazos de metal y goma no habían alcanzado a barrerla cuando vieron a un pájaro pequeño pasar como ráfaga en picada, lanzándose contra el costado izquierdo del coche. Pareció que una piedra golpeaba algo adentro, hubo una especie de salto y Matías bajó la velocidad para estacionar en la banquina.

El espectáculo era desolador y repugnante: se adivinaba la cabecita triturada entre el freno y la llanta, había plumas que salían del costado. Qué triste, qué feo, murmuró Marita. Y qué raro. No chocó con nosotros, bajó en picada. Se suicidó, bromeó Matías, pero estaba serio. Quiero limpiar, es un asco, la voz le temblaba un poco, quiero encontrar un palo para… Marita ya lo tenía en la mano y él la miró con gratitud. Sin embargo, no era tan fácil: el palo se atrancaba contra algo duro que debían ser huesitos del cráneo encastrado arriba del neumático. Apenas lograron sacar algunas plumas ensangrentadas. Cuando lleguemos, cuando devolvamos el auto, que lo limpien ellos, es un accidente, no te pongas así.

Entre sierras y selva, rodeada de cascadas, la ciudad imperial los recibió como si los hubiera estado esperando. El auto pasó a través de la puerta de piedra que daba la bienvenida y el aire cambió de repente: se respiraba un frescor desconocido, un microclima inesperado donde el trópico permanecía en la vegetación exuberante, pero renunciaba a la atmósfera y dejaba que las sierras rodearan todo con su frío. Parecían encerrados en otro mundo, en otro tiempo.

Raro, pensaba con terquedad Marita, mientras el suave temblor en el estómago reaparecía. Para detener un temblor parecido, Matías estaba verborrágico: explicaba con solvencia la historia de la ciudad del antiguo Imperio tal como la había leído en Wikipedia la noche anterior. Era bueno escucharlo, Marita se lo imaginaba dando clase en la Universidad, comprobaba una vez más cuánto sabía de todo este hombre deslumbrante que el destino había puesto en su camino; nunca había conocido alguien así, con un profesor como él ella hubiera sido buena alumna, a lo mejor hubiera estudiado. Con un profesor así que se fijara en ella, a lo mejor hubiera sido inteligente. Y si el profesor se quedaba, si aceptaba su ayuda… Aunque quería prestar atención a cada cosa, Marita se concentraba en la exposición de Matías solo por momentos, pero siempre disfrutaba. Una hermosa música de fondo que de paso la ayudaba a olvidarse del estómago, que seguía estremeciéndose como otra música de fondo, pero fea; la olvidaba mientras le seguía ahí abajo, un murmullo en la panza, una presencia constante y molesta que, ya que no tenemos otra opción que aceptar, logramos que se vuelva imperceptible. (Es que en realidad ese temblor… ¿no la acompañaba desde el avión? ¿No venía creciendo desde que conoció a Matías?).

Matías tampoco sabía qué pensar. ¿Por qué esa inquietud, si todo estaba perfecto? Era una suerte haber encontrado a esa mujer tan generosa, era una suerte que él se hubiera tomado el trabajo de leer sobre el lugar antes de emprender la visita, que la historia de su continente perteneciera a la esfera de sus intereses, que esa pareja en el hotel le hubiera contado que existía esta excursión, un viajecito para hacer ida y vuelta durante el último día con Marita (¡pero no iba a ser el último día!), algo que lo libraría de tener que inventar temas de conversación, porque llenar el tiempo en que no había sexo se volvía cada vez (¿se seguiría volviendo, cada vez?) más trabajoso.

 

Trabajoso… No había sido fácil convencerla de que lo acompañara a la Ciudad de Piedra. Después de ese líquido tan rojo que avanzaba por el piso y el mozo del hotel se había apresurado a limpiar durante el mismo desayuno, Marita había planteado un obstáculo tras otro: a mí no me gusta jugar, no me gusta (¡pero si ese Casino no funciona desde los años cuarenta!), no me gustan los casinos, me ponen nerviosa, me dan… (pero no está más el Casino, te digo), es muy lejos y al día siguiente ya me voy (por eso, mirá qué programa interesante para despedirte de este país), el autobús tarda mucho y los horarios de regreso me van a hacer volver muy tarde, mi vuelo sale a la mañana (pero si le pido a Leo el auto y salimos temprano, estamos allá en poco más de una hora y estás de vuelta acá antes de que anochezca, para preparar todo tranquila), tengo náuseas en los caminos de montaña (hay una pastillita mágica para eso, vamos a un lugar hermoso, rodeado de sierras y selva y hay un lago, y es un lugar histórico, hay un palacio de cristal y un palacio imperial y dicen que el museo…), por qué no nos quedamos tranquilos vos y yo acá, tomando sol, no me gustan los casinos. En mi pueblo también hay un museo, pero no hay playa, lo del palacio de cristal debe ser lindo pero seguro están las fotos en Google.

Los últimos argumentos desmotivaron tanto a Matías que dejó de insistir, en realidad era mejor evitar un día más entero con Marita. Si iba por su cuenta podría visitar todo lo que quisiera y después volvería y se la llevaría al cuarto del hotel donde todavía tenía pendiente hacerle el culo, que Marita retaceaba como si fuera el tesoro de don Pedro II.

Y fue por eso, porque dejó de insistir y ella entendió con angustia que estaba incluso satisfecho de ir solo durante el último día que tenían para estar juntos allá (y quién sabía qué iba a pasar cuando llegaran, aunque tuvieran proyectos, aunque ella estuviera dispuesta a ayudarlo para que tuvieran proyectos), que Marita empujó a un rincón de su cerebro su poderoso deseo de quedarse y le dijo que había cambiado de idea. Sin embargo, esa noche en que acordaron dormir en el hotel de él para partir bien temprano, gritó demasiadas veces. Primero por los orgasmos, pero después por la pesadilla de la escalera de caracol, de la que esta vez se despertó justo cuando la trepaba con desesperación. Ya no subía lentamente y con miedo, ahora escapaba de alguien, y sentía la mano de su perseguidor aferrándole el tobillo. Fue como si esa mano la trajera a la vigilia, Marita cayó de boca sobre los escalones rugosos con un grito que despertó a Matías, quien la abrazó y la tuvo contra su pecho mientras volvía a dormirse de inmediato. Ella, en cambio, no logró casi conciliar el sueño.

El hotel apareció cuando comenzaba la ciudad. Se extendía frente al lago como una enorme y sólida tela de araña. Lo rodeaba un parque muy verde, además de esas aguas artificiosas y contorno extraño sobre las que Matías explicó una curiosidad que ella no retuvo. Bajaron del auto y avanzaron con los ojos fijos en el edificio: el blanco de las paredes golpeado por el sol la encandilaba, aunque en realidad todo era una sinfonía de blanco, pero también de negro: negro en la pizarra que cubría los techos como un manto y dibujaba bonetes puntiagudos, negro en las vigas de madera que sostenían ventanas y balcones, en los barrotes y persianas, ébano contra una piedra blanca inmaculada. Negro en la equilátera ventanita triangular que coronaba, en lo más alto, el cuerpo central del edificio: una pequeña y elevada apertura que los ojos de Matías enfocaron de pronto mientras todo su cuerpo se paralizaba. Qué te pasa preguntó ella, que tampoco podía dejar de mirar la ventanita, pero él no respondió y retomó con énfasis su exposición wikipediesca: el hotel había sido construido por un arquitecto famoso en la primera mitad del siglo pasado: estilo normando por afuera, Hollywood de los 40 a todo trapo, por adentro. ¿Hollywood, de las películas? Marita se interesaba. Sí, dijo él y percibió con alegría su entusiasmo y sintió que por una vez no estaba arrastrándola, podían compartir eso, un instante. Habían hecho venir para decorar los interiores a una famosa escenógrafa del cine de aquel tiempo. Habían gastado fortunas. La piscina era una sinuosa y abigarrada invención de esa mujer, imitaba las piscinas de Esther Williams. Marita recordaba a su madre mencionando a Esther Williams, recordaba haber visto en la TV alguna película vieja. Los dos se rieron de las ridículas muchachas maquilladas que sonreían bajo el agua, braceando hacia la cámara, mostrando sus dientes como si se pudiera y, atléticas, sensuales, formaban estrellas y corazones y coronas y nenúfares y simetrías perfectas, danzarinas, con sus cuerpos nadadores, al son de una música chorreante de violines. Matías había leído que para la apertura del hotel había sido invitada Esther Williams en persona, que su preciado cuerpo musculoso había cortado por primera vez el cristal de cloro y agua. Marita quería saber si podrían visitar esa pileta, ¿podrían meterse?, ella tenía el biquini en el bolsito. Visitar seguro, meterse no sé, dijo Matías, pero entremos. Y la ventana triangular de la cúpula más alta los vio avanzar hacia la gran puerta.

Iban tomados de la mano por el ancho camino en el que estaban dibujadas recargadas simetrías, sobre un fondo blanco de pequeños mosaicos octogonales. Pisaron esas curvas de piedritas negras: cálices, penachos, formas que ondulaban. Matías soltó la mano de Marita, la abrazó y al llegar al portón se detuvo sin saber por qué para atraerla, besarla largamente. Sus lenguas ondularon como los dibujos del camino.

Habían llegado. Cuando entraron, algo en el edificio pareció estremecerse.

 

IV

 

Para Marita el lugar fue de una belleza deslumbrante; para Matías, un insólito, pasmoso despliegue del kitsch (pero pese a su ironía, estaba fascinado, conectado con sus ojos de niño cuando se fugaba de su casa pobre, navegando por el lujo que salía por televisión). Un set de Hollywood, pero sin cartón piedra. Mármoles para que Doris Day tomara su baño de espuma o Fred Astaire hiciera retumbar las chapitas de sus pies en salones poblados de columnas. En todo caso ninguno de los dos había visto espacios con una personalidad tan definida y alejada del global lujo uniformado de los hoteles cinco estrellas.

Se unieron al grupo de la visita guiada. Era, les dijeron, un hotel casino; concebido para albergarse y jugar, o mejor, albergarse para jugar. Matías se vio despertándose entre sedas, sin pensar más que en jugar, desayunando con vajilla de plata y porcelana mientras anticipaba los sonidos de las fichas que se arrastrarían en las mesas, el ulular de las cartas que mezclaría el crupier. Cada detalle de esa arquitectura, les dijeron, de los muebles que les mostrarían durante la visita que empezaba, había sido pensado para que las almas mordieran el hambre de jugar. Tenía que ser el hotel más grande, el más bello, el más caro. Una inversión ingente de dinero para generar dinero ingente, una rueda de fortuna girando —pensó Matías— como había girado la rueda medieval que atormentó a mujeres y a hombres acusados de pecar. Ese delicioso riesgo, ese temblor en el estómago, la libido desatada de la apuesta cuando la vida es, como estos pisos, blanco o negro. Miraba el culo de Marita, que avanzaba adelante: se adivinaban sus cachetes redondos al final de la bronceada espalda descubierta, se movían bajo la tela roja del solero. Pero el hotel, seguía explicando la guía, había albergado a sus exclusivos pasajeros solo un lapso breve. Pocos años después de inaugurado, un decreto presidencial prohibió el juego y ahí quedaron el edificio y su exceso, casi intactos, como un absurdo dinero congelado, que se ofrecía a la mirada de turistas como se ofrece el hielo eterno de las cumbres.

Marita y Matías caminaron los corredores de paredes curvadas como un útero, bañadas por una luz extraña, artificial, que predominaba en casi todo el edificio. La luz surgía desde abajo y la guía les mostró lumínicos en forma de cuerpos estelares horadados: bordeaban el piso a intervalos regulares. Visitaron lo que había sido el salón donde se servían las comidas: en el centro, una enorme jaula blanca, con los barrotes enredados por plantas tropicales (¿reales o sintéticas?) guardaba una pequeña fuente donde flotaban las amapolas de agua (¿de un plástico perfecto?); sobre la fuente colgaba, desde lo alto de la ojiva de hierro, un enorme tucán embalsamado.

El hotel era una burbuja marmolada, taraceada, alfombrada, incrustada, parcelada con enrejados de artesanía. Abroquelada. Brillaba sin estridencia, con la luz exacta. Un vientre para jugadores de bolsillos poderosos, dispuestos a la temeridad. Ese magnífico festival del mal gusto, racionalizaba Matías y se forzaba a ensayar su mejor sonrisa cáustica; ese lujo nunca visto, se encandilaba Marita. Y, sin embargo: estaban estremecidos. Es la exuberancia, pensó él con los ojos clavados en el escote rojo de su presa del verano. Bajó por las hermosas piernas calzadas con sandalias. La sangre se le concentró en el sexo, la boca se apretó. Marita se acercó para susurrarle algo, pero percibió ferocidad y se detuvo, asombrada.

La guía los llevó a uno de los pocos lugares con ventanales al parque: la biblioteca. Ese era el momento en que el hotel impostaba seriedad: el rey de la biblioteca era el roble oscuro, magníficamente trabajado tanto en la enorme mesa del centro, como en los anaqueles repletos de libros que llegaban hasta el techo, encuadernados en cuero azul, granate, verde oscuro, con los títulos y autores labrados en dorado. Shakespeare, Edgar Allan Poe, Baudelaire, Stendahl, Descartes, Platón, leyeron en los estantes más cercanos. La guía los invitó a acercarse a contemplarlos. Hizo ademán de sacar un tomo, pero se movió en conjunto todo el contenido del anaquel. No son de verdad, dijo. Era un bloque de cartón piedra y por dentro estaba vacío, una cáscara tapizada de cuero imitaba los lomos pegados uno junto al otro. Vamos ahora por esta puerta, indicó la guía. Los turistas fueron saliendo, pero ellos permanecieron fascinados frente a la escenografía. Por motivos diferentes, nunca habían imaginado que algo así podía ser el decorado de un ambiente. Marita se preguntaba si eso le gustaba y no sabía qué responderse, Matías estaba atónito. En definitiva, este es el verdadero homenaje a Hollywood del hotel, murmuró y ella no entendió qué quería decir con eso. A Matías encontrar alguna reflexión le trajo alivio. Se reconocía, estaba volviendo a ser él. Su cabeza no había funcionado bien desde que ingresaron al edificio, aunque no pudiera decir qué fallaba. Ahora, por las ventanas abiertas entraba con suavidad la brisa de las sierras y mientras la respiraba con placer entendió que en los salones había algo con el aire. Es la alta cultura lo que trae el oxígeno, se burló, rozando los lomos. Si se ponía en puntas de pie lograba leer los anaqueles más altos: Flaubert, Cervantes, Tolstoi, Kant.

 

_Los encargaron por metros. Los fabricó mi padre.

 

Se dieron vuelta, sobresaltados. El viejo tenía una chaqueta cruzada de color granate oscuro con charreteras y doble fila de botones dorados, pantalones de la misma tela y el gorro cilíndrico y chato en la cabeza. Era raro que trabajase en un lugar tan distinguido un tipo mayor y mal afeitado, pensó Marita mirando los mechones blancos ralos, desprolijos, que le asomaban por las sienes. Aunque era cierto que eso ya no era un hotel, después de todo. Pero el tipo estaba vestido de botones. Tantas diferencias culturales en ese país. Todo podía pasar. ¿Su padre trabajó acá?, le preguntó al hombre. Y yo también, asintió el viejo. Mantenimiento. Un poco de todo. Hablaba con el acento extranjero de esas tierras y aunque la voz era desagradable y profunda, como llena de aire, se entendía con claridad. A Matías le repugnaron la boca desdentada, la piel amarillenta. Poco sol en este hotel, se justificó el viejo como si le leyera la mente. Pocas ventanas de verdad. Mucha luz eléctrica. Es para que jueguen. ¿Para que jueguen? Para que no vean si es día o noche, si cae la tarde, si asoma la mañana, y no piensen otra cosa que en jugar. Por eso este es uno de los pocos espacios con ventanas que no engañan. Engañan los libros nada más, dijo el viejo y se rio. Se reía sin ruido, un sonido que le chocaba mudo en la garganta. Me da miedo jugar, susurró Marita. Es que se gana o se pierde, señorita. ¡Si hasta el hotel perdió!, dijo el viejo y volvió a reír. Y contó que los casinos no duermen; ese, cuando era casino, no dormía: día y noche se poblaban sus mesas de madera y felpa, sus ruletas giraban sin cansarse, las fichas eran empujadas para un lado y para el otro, las mandíbulas tensas de los huéspedes mientras la rueda giraba, el humo compacto chupado y expulsado de innumerables cigarrillos con el filtro ensalivado de ansiedad. ¿Pero usted estuvo acá en ese entonces? ¿Usted lo vio? Yo vi todo, siempre. Era muy chico y me acuerdo hasta de los cimientos. La construcción. Yo vi el pozo, señorita. Hasta se podría decir que yo salí del pozo, dijo el viejo y se volvió a reír. ¿La inauguración? ¿La vio en persona a Esther Williams? El viejo paró la risa para hacer memoria. Nuestra sirena, dijo, asintiendo, y los ojos parecieron humedecerse entre las arrugas. ¿Su padre era carpintero?, preguntó Matías. Más o menos. Era anarquista, caballero. Un rebelde engañado por los libros. Los padres rebeldes nos hacen sentir a los hijos demasiado obedientes, ¿verdad? Mi padre trabajó acá desde que empezó el hotel, se daba maña con todo. Darse maña. Era extraño que esa voz usara un giro tan castizo, escucharlo con la pronunciación nasal, extranjera, usted habla demasiado bien español dijo Matías y se registró en la voz la desconfianza. Ah yo hablo muy bien muchos idiomas, cómo trabajar en un hotel como este, si no. Bueno, gracias, dijo Marita y en su voz había prisa de repente. Vamos, Mati, vamos a perder al grupo de la visita, nos vamos a perder. No se preocupen, el grupo está acá nomás, yo ahora los llevo y nunca se van a perder si vienen conmigo. Esa guía sabe poco y nada, ni les mostró las fotos. ¿Fotos? Las fotos de cuando funcionábamos, las fotos de los años en que el hotel fue el hotel. El viejo señaló un enorme álbum sobre la mesa de roble. ¿Cómo no lo habían visto antes? Marita lo abrió y suspiró de asombro y maravilla: toda esa gente fina con ropa de película, las sombrillas junto al lago, las muchachas sonriendo, sentadas al borde de la piscina que inauguró Esther, luciendo mallas ridículas, sus preciosas piernas colgando sobre el agua. Y la foto del salón con la jaula en el centro: los turistas jugadores estaban desayunando; mujeres de uniforme llevaban bandejas de plata. Pero parecés vos, dijo Matías de pronto con asombro, el dedo sobre la imagen de una muchacha con delantal y cofia que le servía el café a un caballero. Marita se observó, petrificada. Es en efecto muy similar a la señorita, confirmó el viejo. Era una buena chica, muy joven, la recuerdo. Ni veinte años tendría. Humilde pero honesta, como se dice. Trabajaba bien. El problema era que la clientela masculina la apreciaba… mucho… Tenía… dos buenos argumentos… La risa horrible otra vez, usted es asqueroso dijo Marita con odio y Matías la observó estupefacto. Precisamente… dijo el viejo como si le diera la razón o como si no la hubiera registrado, un cliente… un hombre de negocios… un hombre especializado en estas cosas… en fin, ese negocio siempre bienvenido por los caballeros… Ella trabajó acá un tiempo breve, enseguida se fue… Bueno… más exacto es decir que se la llevaron… la incorporaron a otro rubro, mejor pago, señorita, el oficio más antiguo, aunque servir la mesa también es un antiguo oficio femenino, ¿o no? El viejo se rio otra vez. Marita había buscado la mano de Matías, la apretaba. La brisa que entraba por las ventanas era cada vez más fría. Voy a cerrar, dijo el viejo de pronto y se dirigió a las ventanas, no tiene que entrar tierra de afuera, va a arruinar nuestros muebles. Creo que a esa chica la llevaron justamente a su país, señorita, siguió mientras trababa una a una las fallebas. Digo, por el acento que tienen ustedes, inconfundible ¿no? Se la llevaron y por lo que supe… tuvo después algunos problemitas. ¿Problemitas? Algo así. Gajes del oficio. No todos los hombres son amables. Pero basta, son historias tristes. Y ahora entiendo por qué quise hablar con ustedes: tienen caras que me resultan conocidas. La señorita, el caballero… El viejo cerró el álbum y metió la mano en el bolsillo del almidonado pantalón de su uniforme. Mire, ordenó desplegando el recorte de diario sobre la mesa. Marita gritó. En la foto, Matías miraba al frente con los ojos rígidos, obnubilados. Usaba el cabello y las patillas largos. La noticia era de treinta y cinco años atrás: mayo de 1979. Desde entonces no dejan más subir a los turistas, dijo el viejo. ¿Subir?, murmuró Matías. Ya lo van a ver, es la escalera de caracol que sale de la cúpula. La cúpula donde funcionaba el casino. Atrás de una de las columnas está la escalera. ¿Qué lleva a dónde?, preguntaron y se miraron: lo habían dicho al mismo tiempo. Pero los dos ya lo sabían. Sí, adivinó otra vez el viejo, la ventanita triangular que vieron desde afuera, la más alta de todo este edificio. Muchos saltaron por ahí cuando el casino funcionaba. A veces se gana y a veces se pierde. Qué pena que no se visita más ese lugar. Es una sala grande, aunque la ventana es chica, pero una gorda también pasa por ahí, no se crean. Adelante están los prestamistas, el escribano. Estab…, empezó a corregir Matías mientras el viejo lo cortaba: estaban, sí, sí, antes, claro, eso les quiero decir. La guía no lo va a contar, le dijeron que nos trae mala imagen. Escribanos, prestamistas: para los que ya no tienen qué jugar, pero van a seguir jugando. Hay que atestiguar el traspaso de los inmuebles, señorita. A veces se gana y a veces se pierde, susurró Matías y ella lo miró: tenía los ojos fijos en los ojos de la foto. Levantó el recorte con las manos que temblaban. La noticia contaba el suicidio de un turista, pero el nombre y apellido no tenían nada que ver con los datos que le había dado su mamá sobre su padre, sí la nacionalidad. El diario decía que el hombre tenía residencia en el país, aunque acento y documento de la nación limítrofe. No habían aparecido parientes que reclamaran el cuerpo. La Embajada no había hecho declaración alguna sobre la identidad del suicida. Es un caso extraño, estaba explicando el viejo. Se dijeron muchas cosas acá, yo ya no era tan joven y me acuerdo, pero vamos, van a perder al grupo que ya debe estar por llegar a la cúpula azul. Qué se dijo, levantó la voz Matías y le salió aguda y Marita se sobresaltó: tenía la cara deformada. Ah… pero contarle un rumor a usted, su compatriota… Cómo saber si es cierto, se hizo rogar el viejo, recuperando con suavidad el papel y plegándolo sobre la mesa con sus manos antiguas, amarillas y manchadas. Se dijo que era un aparecido, el viejo se rio. Un fantasma no, no se asusten, un fantasma no puede suicidarse ¿verdad? Un desaparecido que apareció, eso se dijo, uno de los desaparecidos de allá que dejaron salir, uno que había hecho pactos, había dado informaciones, había… cómo lo llaman ustedes… marcado… Yo no juzgo a nadie, cómo juzgar, ¿yo, juzgar? El menos indicado. ¿Usted quién es?, casi le escupió Marita. Hablaba con una violencia que no se conocía. Usted no puede trabajar en este hotel. Cómo que no, señorita, cómo me dice eso. Desde chico este hotel y yo… Qué más se dijo, insistió Matías. ¿Del último suicida? Lo llamaron así, es que hubo muchos antes y este apareció cuando el casino ya no existía. Uno que también perdió, pero no en la ruleta… el viejo volvió a reírse y Matías le soltó la mano a Marita para atrapar la del viejo, que todavía tenía el recorte entre sus garras, pero el botones se apartó con agilidad y devolvió el papel plegado a su bolsillo. No se impaciente, caballero, no se gana nada con la impaciencia. Se dijo eso: que los que se lo llevaron lo dejaron salir, cruzar la frontera con una identidad nueva, que el tipo se quedó viviendo acá tranquilo, o él creía que tranquilo, hasta que un día vino de visita y vio la ventanita y… Bueno, tan tranquilo no estaría.

Yo no puedo creer que esté pasando esto, gimió Marita. ¿Pasando qué? ¡Pero no pasa nada, señorita, cálmese! Todos nos parecemos a alguien, acá trabajó una chica linda como usted que podría ser su abuela, la gente nace y muere, las caras se repiten. Disculpen si los incomodé, me pareció que les interesaba este lugar que para mí es toda mi vida, quise compartir con ustedes mis conocimientos. Es tan mala la guía que les tocó, hoy se muestra tan poco de este lugar que es lindo, lindo como su abuela, señorita, es una broma, es que es tan parecida, usted podría hacer carrera… Basta, dijó Marita. Matías la miró: los enormes ojos castaños habían dejado de ser húmedos y suaves y esos dientes que se abrían tan fácil estaban apretados, mirá el carácter verdadero de la mosquita muerta, al final son todas como Vera, como mi vieja: creés que las conocés y de pronto… Farsante. El pecho de ella había avanzado contra el viejo, que parecía estremecido y lo miraba a él como pidiendo auxilio. ¿Pero qué se creía esa yegua, asustar a ese pobre hombre, un laburante, un tipo grande? Y a mí dice que quiere ayudarme. ¿O quiere que le tenga miedo, que le coma de la mano? El tipo es desagradable, sí, pero ¿no era que socorrías a los viejitos en el cajero electrónico? Quiere humillarte, quiere cagarte, a esta sí la tenés que poner en caja, escuchó al viejo pero el viejo seguía observándolo asustado, con la boca cerrada. Mirale las tetas cómo se le pusieron, te provoca, quiere que la aplastes.

Un golpe en la ventana quebró el silencio de los tres. Un pájaro se había estrellado contra el vidrio. El viejo meneó la cabeza, casi triste. Otro más, dijo, contemplando las plumas y la sangre. Salgamos, pasen por acá, invitó suavemente, como si el estallido de Marita hubiera ocurrido hacía siglos y ya no tuviera sentido comentarlo. Indicó con una sonrisa amable la misma puerta por la que se habían ido los turistas. Yo voy detrás, dijo. Hay que subir.

En su español preciso se escuchaba, grotesca, la música del idioma de su país. Soplaban, más que resonaban, las cuerdas vocales del viejo. Estarían llenas de nódulos, pensó Matías, que había vuelto a detestarlo. Destruidas. Mucho humo en la cúpula, amigo, mucho tabaco, como su padre, le pareció que le decía el tipo y se dio vuelta para pegarle, sería fácil tumbar de una piña a ese esqueleto uniformado, pero no, el hombre estaba serio, como ausente. Era como si no hubiera dicho nada. La ira que trepaba por sus tripas chocó contra la garganta y se detuvo ahí: un carozo que pinchaba. Volvió la cabeza hacia adelante: Marita caminaba, sus ricos glúteos se movían bajo el solero rojo.

 

V

 

La visita terminaba en la cúpula donde había funcionado el casino. Era un inmenso salón redondo con paredes celestes y un perímetro jalonado de columnas azul eléctrico, color que Marita siempre había detestado. En el mismo azul se hundía el alto techo cóncavo bordeado por una gruesa moldura dorada, con un círculo también dorado en el centro, de donde emanaba una luz tan eléctrica como el azul. No era una araña, no era un plafón, era una especie de rosca enorme y pesada que amenazaba con precipitarse contra la cabeza de quien se arriesgara debajo. Toda la circunferencia del salón estaba rodeada por ventanas, arcos de medio punto que también emanaban luz. Era una irradiación demasiado blanca y uniforme para ser natural: simulacros como los libros de la Biblioteca, superficies de vidrio que tal vez daban hacia afuera (hacia los árboles y el aire) pero estaban selladas y veladas en esa fosforescencia amarillenta que se mantenía día y noche igual, exasperante.

Marita y Matías entraron y permanecieron quietos observando el vacío. No había nada en el salón y eso, precisamente, subrayaba todo lo que había existido en ese centro irradiador del edificio entero. Les fue fácil percibir los espectros de las mesas de baccarat tapizadas de felpa verde, las ruletas que giraban y se detenían y volvían a girar, las máquinas tragamonedas; sombras de hombres y mujeres nerviosos, concentrados, hacían subir y bajar palancas; mónadas oscuras en el inmenso universo, contemplaban sus fichas y sus cartas ajenos a todo: a sus hijos que jugaban en las guarderías del hotel (convenientemente abiertas a toda hora para que pudieran olvidarlos por completo), a sus amores que los esperaban en algún lugar; ajenos al trabajo, a las leyes que fundan el intercambio de trabajo por dinero, buscadores de moneda mágica, la que viene de la nada y se gasta en la nada, la que hunde y la que salva. Hombres y mujeres extremando el riesgo para que las leyes sean otras, para que el mundo sea otro. Ustedes perdieron, preguntó, afirmó la guía. No. Habían escuchado mal. Ustedes se perdieron, había dicho. Su voz se mezclaba con los ecos que fabricaban los turistas, que daban vueltas por la inmensa estancia desierta diciendo palabras contra las paredes para ver cómo el lugar las repetía. En la voz de la guía había reproche y Marita y Matías se dieron vuelta para que el viejo botones le explicara por qué habían llegado tarde y no habían escuchado las valiosas informaciones acerca del salón azul, el de los ecos, una de las cúpulas más grandes del mundo, el corazón del hotel, el lugar construido para que los que entraban allí se jugaran el destino a todo o nada. Pero el viejo los dejaba solos: lo vieron guiñar un ojo cómplice, llevarse el dedo a los labios en una divertida señal de silencio y desaparecer sin ruido por la ancha, fastuosa escalera alfombrada. La visita terminó, dijo la guía ofendida, y partió por donde el viejo se había ido. También los turistas empezaban a seguirla después de algunas caminatas perimetrales en las que exclamaban ¡ah!, ¡oi!, ¡oh!, para escuchar la respuesta del enorme espacio cóncavo de la bóveda superior. Qué había para ver, después de todo: piso, columnas, techo.

Este lugar habla, susurró Marita y puso con delicadeza una mano en la pared celeste y estrecha que crecía entre ventana y ventana. Sintió que la acariciaba. Porque algo había querido permanecer ahí atrás de las paredes, de las ventanas. Algo que no eran los fantasmas del juego hubiera querido quedarse y ser otra cosa, pero no lo habían dejado. No la dejaron, murmuró Marita en femenino no supo por qué, pensó con dolor que en ese día había visto la muerte de dos pájaros. Matías la sacó del ensimismamiento. Vení, lo escuchó. Era una orden.

La llamaba con la voz apretada del deseo, parado atrás de una columna, ante una puerta cerrada. Había seguridad en esa voz, la misma certeza tensa con la que le había dicho tantas cosas en la cama, en esos días febriles. Marita sintió los labios de la vulva, el cosquilleo. Obedeció. Esta puerta, adónde va, dijo Matías y no era una pregunta. La abrió mientras hablaba.

Estrecha, rugosa, una curva ascendente rodeada de pared tosca y agrietada, ahí estaba el alma del centro del alma del hotel. Donde está siempre la verdad: inadvertida en un costado. Frente a ellos, la escalera que había subido su padre.

Pero ninguno de los dos se dio el tiempo de mirarla. Matías tomó en sus brazos a Marita y la empezó a besar, empujándola contra el canto de la puerta primero y después contra el muro, ya del otro lado. Ella se deshacía, no sentía los rasguños que se le hacían en los hombros, que se frotaban contra la pared rugosa. Le levantó el solero y le metió la mano en la bombacha. Marita se restregó desesperada; el pene grueso y duro como piedra (la Ciudad de las Piedras) se le aplastaba contra el pubis y ella se apretó más, le ofreció el cuello y otra vez se sumergió en el sinsentido. Ardió profundamente. Ardía. Él la empujó hacia la oscuridad, más adentro, y miró por un instante el agujero negro interminable hacia arriba, sobre su cabeza. Escucharon que la puerta se cerraba y la oscuridad fue total. Tal vez la había cerrado él, tal vez se había cerrado sola. A Matías no le importó saberlo, pero a Marita la alarma la despertó. Gritó. No. Abrí, quiero salir. Es una trampa. Salgamos. Pero él buscaba ahogarle las palabras con besos en la boca. ¿Así que me querés dar algo? Dame el culo, le dijo y a ella le pareció ver un brillo feroz en la negrura: ¿los dientes; los ojos? Quién sos. Quiénes somos. Como él le cerraba la salida, Marita corrió escaleras arriba como pudo, deseando despertar. Pero no estaba soñando. Matías tardó un instante en reaccionar, ella subía de a dos los peldaños y le había sacado ventaja. Se lanzó detrás, el vestido rojo era un faro en la negrura, desaparecía en las curvas, retornaba. Matías avanzaba veloz, las piernas más largas tragaban los escalones de a tres, las piernas y el rojo brillaban en lo negro. Manoteó y logró aferrarla de un tobillo. Marita cayó boca abajo con un grito de dolor. Todo el cuerpo de él se le lanzó arriba. Las manos le arrancaron la bombacha, Marita siente el chicotazo del elástico roto sobre la piel y la piedra caliente que le avanza, le empuja el esfínter y ve a su abuela gritando de dolor y humillación y la ve pariendo a la niña que será su madre y ve a su madre que para no ser como su abuela elige jugar, antes que perder sin siquiera haber jugado, y entonces trepa, sube a cualquier precio por escalones lujosos, muestra su culo bello a hombres poderosos para dejarse comer y encuentra otra forma de derrota: dinero, poder, soledad para la muerte, todo tan cruel y tan indigno como la oscuridad donde a Marita la violan, donde le dicen puta. Putas dice Matías y la abre, las abre brutal, y ella vislumbra a sus queridas putas de dónde le viene la vida y se ve ella misma abofeteada por ese novio antiguo en el que no quiso volver a pensar más y lee el desprecio en el rictus de Ronnie y en el rictus de la gente que contempla a su familia de mujeres obesas, la que contempla a su abuela puta esclava y a su puta madre rica que se muere de cáncer despiadadamente sola, su madre que la entregó para poder seguir trepando una escalera pero la recordó al final y habrá estado antes así también, como ella, hundida boca abajo, cara contra la piedra padeciendo, mordiéndose los labios y arrodillado en lo oscuro Matías empuja y no se frena, sigue insiste desgarra y Marita ahora está rabiosa y lo insulta como si insultara al mundo pero de pronto el placer.

De pronto el cuerpo entero se relaja, aloja. Marita calla, su madre deja de sufrir, sonríe mientras la delicia le sube a la hija hasta el fondo más profundo de su alma y entonces Marita entiende, por fin. Se acaricia el clítoris, se mueve triunfante, enloquece a ese pobre tipito que la está enloqueciendo y él enterrado en ella también sabe de pronto que su padre llegó ahí destrozado en pedazos, me quebraron entero me arrancaron cada idea cada sueño y quién sos, porque yo ya no soy yo soy un imbécil que, aunque se sacuda hasta el fondo de ese culo no va a llegar jamás. Perdiste imbécil jugaste como este orto y no hay revancha posible pero el orgasmo les llega como nunca a los dos. Les llega juntos, separados. El orgasmo final.

Matías gime en el último golpe y se arranca de ella sin contemplaciones. Colmada, Marita lo escucha respirar en lo oscuro, se incorpora trabajosamente y se calza la sandalia que se le escapó. Se pone de pie, puede tocar cada pared del tubo y se queda quieta, erguida en un escalón, mirando abajo, sabiéndolo agachado. Sos una bestia, dice, un animal. No es un elogio y él lo sabe. Quisiera hablar, pero está llorando. Se gana y se pierde, dice Marita, tan buena con los viejitos en el Banco donde en pocos días presentará su renuncia. Y ahora tantea en el cuerpo de Matías como si fuera un mueble hasta encontrar las llaves del auto en el bolsillo de la bermuda todavía abierta, enredada en las rodillas. Baja sin mirar atrás, después de todo no se puede ver nada. Abre la puerta escondida detrás de la columna y la deslumbra la luz artificial del gran salón. Sin embargo, sabe que cuando vea el cielo de verdad, cuando respire el aire que se mueve sobre las montañas, el mundo va a reacomodarse, será otro. Será un mundo adonde ella va a saber qué hacer.

Adentro, Matías escucha de nuevo el crujido de los goznes y lo ilumina la esperanza: Marita ha regresado. Pero es el viejo botones quien se recorta contra la luz del mundo. Matías lo ve levantar el brazo señalando hacia arriba. Hay que pagar las deudas abismales, dice el viejo sonriendo. Matías se levanta y empieza la subida, escalón por escalón, cada escalón da más angustia que el otro. Lo esperan la sala de los préstamos inútiles donde se hipoteca la nada, la pequeña ventana triangular que corona la cúpula.

 

VI

 

El ruido del motor que arranca tapa el del golpe seco del cuerpo contra la grava. La sangre se expande, roja entre la grava roja, alrededor del cadáver. La mancha que deja es enorme, pero sólo se percibe si se aguza la mirada.

 

(De: Checkpoint, Páginas de Espuma, 2019)