LITERATURA: rescatamos la naturaleza de Rusia bajo la mirada de Sholojov, con su cuento “Padre de familia”

Mijaíl Shojolov, premio Nobel 1965. (Foto: El Ortiba).

SALTA (Especial para EL SOL ABC). En la actualidad, hablando de lo contemporáneo, encontramos al escritor ruso Mijaíl Sholojov con su mirada penetrante y aguda sobre aspectos que rescata de vivencias de su niñez y adolescencia en la Rusia de antes de la Revolución Soviética.

Y es “Padre de familia” una interesante descripción para penetrar en esos círculos invisibles familiares, para descubrir que quizás son estos contemporáneos.

UN PADRE DE FAMILIA

Por Mijaíl Sholojov

El sol se oculta a las afueras de la stanitsa, entre el débil verdor de las erizadas ramas. Voy de la stanitsa hacia el vado del Don. Bajo los pies, la arena húmeda huele a podredumbre, hace recordar el olor de un árbol descompuesto e hinchado bajo el agua. El camino, como la confusa huella que deja la liebre, se desliza por los matorrales. El sol, que ha aumentado de volumen y se ha hecho de un color bermejo, se ha escondido tras el cementerio, y, siguiendo mis pasos, el anochecer azul envuelve las ramas.

La barca está amarrada al embarcadero, el agua violácea chapotea contra ella; bailando e inclinándose, gimen los remos en los toletes.

El barquero, provisto de un cubo, achica el agua que cubre el fondo como de gamuza. Levantando la cabeza, me mira con sus ojos oblicuos y amarillentos. Gruñe con desgana:

—¿Vas a la otra orilla? Ahora mismo salimos, ¡suelta la amarra!

—¿Deberemos remar los dos?

—Hay que hacerlo. La noche se echa encima y no se sabe si vendrá o no vendrá más gente.

Remangándose los calzones, me mira de nuevo y pregunta:

—Tú no eres de estos lugares… ¿De dónde te trae Dios?

—Vengo del ejército, voy a casa.

El barquero se quita la gorra, echa hacia atrás el pelo con un movimiento de cabeza. Es un pelo parecido a la plata nielada del Cáucaso. Me guiña un ojo y muestra unos dientes comidos por la caries.

—¿Cómo vienes?, ¿con permiso o te has escapado?

—Desmovilizado. Han licenciado a mi quinta.

—Ya, así es más tranquilo…

Empuñamos los remos. El Don, como jugando, nos arrastra hacia un bosquecillo inundado de la orilla opuesta. El agua roza con sonido seco el rugoso fondo de la barca. Los pies descalzos del barquero, surcados por unos tendones azules, se hinchan en fajos de músculos; las plantas lívidas resbalan al apoyarse en el travesaño. Sus manos son largas y huesudas, con unos dedos de articulaciones muy abultadas. Él es alto, estrecho de espaldas, su manera de remar es torpe, se encorva mucho, pero el remo cae dócilmente sobre la cresta de las ondas y penetra profundamente en el agua.

Yo escucho su respiración acompasada; su camiseta de lana despide un penetrante olor a sudor, a tabaco y al agua del río.

Suelta el remo y se vuelve hacia mí.

—Me parece que nos vamos a meter entre los árboles. Es una broma pesada, pero no hay nada que hacer, muchacho.

La corriente es más fuerte en el centro. La barca da un brinco, sacude desobediente la parte trasera y tuerce hacia el bosque.

Media hora después llegamos a los sauces casi hundidos en el agua. Los remos se han roto. Uno de los pedazos se mueve enfadado en el tolete. El agua se filtra, rumorosa, por una pequeña vía. Nosotros nos vemos obligados a instalarnos en un árbol y pasar allí la noche. El barquero rompe con los pies unas ramas y se acomoda a mi lado. Sin cesar de dar chupadas a su pipa de barro, habla, a la vez que presta atención al batir de las alas de los gansos, que cortan la viscosa oscuridad sobre nuestras cabezas:

—Vas a tu casa, a reunirte con la familia… Tu madre, seguramente, te está esperando: vuelve el hijo, el sostén de la casa, el que dará calor a su vejez. Pero tú es seguro que no piensas debidamente en que ella, tu madre, pasa los días suspirando, pensando en ti, y de noche se deshace en lágrimas… Todos vosotros, los hijos, sois así… Hasta que no tenéis hijos vuestros y vuestra alma conoce los sufrimientos de los padres. ¡Y no es poco lo que a cada uno le toca pasar!…

A veces, cuando la mujer abre un pescado, rompe la hiel. Uno lo come, pero el guiso tiene un sabor amargo que no se puede sufrir. Pues eso me ocurre a mí: vivo, pero a la hora de comer siempre me toca lo más amargo. En ocasiones uno se dice:

«¿Cuándo va a terminar esta vida?»

Tú no eres de aquí, eres forastero. Dime tal y como te dicte la razón: ¿en qué dogal he de meter la cabeza?

Tengo una hija, Natashka, que este año va a cumplir las diecisiete primaveras. Pues bien, me suele decir:

—Me resulta imposible, padre, sentarme a la mesa a comer contigo. En cuanto miro tus manos, recuerdo que con ellas has dado muerte a mis hermanos y siento ganas de vomitar…

La perra no comprende por qué lo hice. ¡Todo fue por ellos mismos, por los hijos!

Me casé joven. Mi mujer era muy paridora, me trajo ocho pequeños, y al dar a luz el noveno falleció. Lo tuvo, sí, pero al quinto día la mataron las calenturas… Me quedé más solo que una chocha en el pantano, aunque de los hijos Dios no se llevó a ninguno por mucho que yo se lo pedía… El mayor se llamaba Iván… Se parecía a mí, era muy moreno y bien parecido… Un cosaco de buena planta y muy trabajador. Otro de los hijos, cuatro años más joven que Iván, salió a la madre: bajo, corpulento, de pelo rubio, casi blanco, y ojos castaños. Era mi favorito, el que yo quería más. Se llamaba Danilo… El resto eran chicas y gente menuda. Casé a Iván con una moza de nuestro jútor y no tardó en tener un hijo. También tenía pensado casar a Danilo, pero vinieron unos tiempos revueltos. ¡En nuestra stanitsa se produjo un levantamiento contra el poder soviético! Al día siguiente se presentó Iván en mi casa.

—Padre —me dijo—, vámonos con los rojos. ¡Por Dios se lo pido! Debemos ponernos de su parte, es un poder que no puede ser más justo.

Danilo insistió en lo mismo. Durante largo rato trataron de convencerme, pero yo les dije:

—No os fuerzo, idos si queréis, yo no me moveré de aquí. Además de vosotros tengo a otros siete y cada boca pide un bocado.

Ellos se fueron del lugar y nuestra stanitsa se armó como pudo. A mí me agarraron y me mandaron al frente. Yo había dicho ante la asamblea:

—Señores ancianos, todos vosotros sabéis que yo soy padre de familia. Tengo a mi cargo siete hijos pequeños. Si me matan, ¿quién se va hacer cargo de mi familia?

Insistí que si esto, que si aquello, pero inútilmente… Me movilizaron, sin hacer caso a mis palabras, y me mandaron al frente.

La primera línea pasaba justamente por las afueras de nuestro jútor. Y en una ocasión, en vísperas de Pascuas, trajeron nueve prisioneros. Entre ellos estaba Danílushka, mi tesoro querido… Los condujeron a la plaza, al comandante. Los cosacos salieron a la calle alborotando:

—¡Hay que matar a ese canalla! ¡En cuanto los saquen del interrogatorio, duro con ellos!…

Yo estaba entre ellos y las rodillas me temblaban, pero trataba de disimular mis sentimientos.

Danílushka… Miré alrededor y vi que los cosacos cuchicheaban y me señalaban con la cabeza… El sargento Arkashka se me acercó, preguntando:

—Di, Mikishra, ¿ayudarás a matar a los comunistas?

—¡Sí ayudaré a matar a esos criminales, a esos hijos de perra!…

—Toma, pues, esta bayoneta y colócate junto al portal. —Me dio la bayoneta y añadió riendo—: Te estaremos observando, Mikishara… Mira cómo te portas, o te irá mal.

Me puse junto al portal, pensando: «Purísima Virgen, ¿es posible que vaya a matar a mi propio hijo?»

Oí que dentro del edificio daban una orden. Sacaron a los prisioneros. El primero de ellos era mi Danilo… Le miré y se me heló el alma… Su cabeza estaba hinchada, del tamaño de un cubo, como si la hubieran desollado… La sangre se le había hecho un pegote. Se la protegía con unos guantes muy gruesos para que no le golpeasen en ella… Los guantes se habían empapado de sangre y estaban adheridos al pelo… En el camino hasta el jútor no habían cesado de pegarles… Al pasar por el zaguán se tambaleaba. Me miró y alargó las manos…

Quería sonreír, pero sus ojos estaban cubiertos de cardenales, y uno lleno de sangre…

Lo comprendí todo: si yo no le golpeaba, me matarían a mí y los pequeños se quedarían huérfanos… Llegó junto a mí.

—¡Adiós, querido padre! —dijo.

Las lágrimas le lavaban la sangre de la cara, yo… a duras penas pude levantar la mano… como si se hubiera hecho de piedra…

En el puño apretaba la bayoneta. Le golpeé con la parte que encaja en el cañón del fusil. Le pegué algo más arriba de la oreja… Él lanzó un grito, trató de protegerse la cara con las manos y cayó por los peldaños del portal… Los cosacos se echaron a reír:

—¡Dale fuerte, Mikishara! ¡Parece que sientes compasión de tu Danilka!… ¡Pégale, o te sacaremos la sangre!…

El comandante salió al portal. Aunque cubrió a los cosacos de denuestos, en sus ojos se veía la risa… Cuando empezaron a golpearlos con las bayonetas, se me enturbió la vista. Eché a correr hacia una calleja, al volverme vi que a mi Danílushka lo arrastraban por el suelo. El sargento le había clavado la bayoneta en la garganta y únicamente se oía un estertor: grrr.

Abajo, bajo la presión del agua, crujían las tablas de la barca; el agua no cesaba de entrar. El sauce temblaba y rechinaba largamente. Mikishara tocó con el pie la proa de la barca, que se había levantado, y dijo, dejando escapar de la pipa un haz de chispas amarillas:

—Nuestra barca se hunde, tendremos que permanecer en el sauce hasta mañana al mediodía. ¡Vaya suerte!…

Permaneció largo rato en silencio y luego, bajando el tono, dijo con voz ronca:

—Esto me valió el ascenso a cabo primero…

Mucha agua ha corrido por el Don desde entonces, pero hasta hoy día, en ocasiones, de noche me parece escuchar un estertor de alguien que se ahoga… Es como entonces, cuando salía corriendo, que oí el estertor de Danílushka… Es la conciencia, que me está matando…

Hasta la primavera sostuvimos el frente contra los rojos.

Luego se nos unió el general Sekretiov y echamos a los rojos a la otra orilla del Don, a la provincia de Sarátov. Yo soy padre de familia, pero no me hicieron concesión alguna, porque mis hijos se habían ido con los bolcheviques. Llegamos hasta la ciudad de Balashov. De Iván —el hijo mayor— no tenía la menor noticia. No sé cómo los cosacos se enteraron de que se había ido de los rojos y prestaba servicio en nuestra batería número treinta y seis. Los paisanos me amenazaban: «Si encontramos a Vanka le sacaremos el alma del cuerpo.»

Un día ocupamos una aldea. La treinta y seis estaba allí…

Encontraron a mi Iván y, maniatado, lo condujeron a la sotnia. Los cosacos lo molieron a palos y me dijeron:

—¡Llévalo al puesto de mando del regimiento!

El puesto de mando se encontraba a unas doce verstas de esta aldea. El jefe me dio un papel y me dijo, sin mirarme a los ojos:

—Aquí tienes este papel, Mikishara. Lleva a tu hijo al puesto de mando: contigo irá más seguro, no tratará de escapar de su padre…

El Señor me iluminó en aquel momento. Me di cuenta: me mandaban a mí pensando que yo dejaría escapar a mi hijo. Luego lo agarrarían y me matarían a mí…

Llegué a la casa en que tenían preso a Iván y dije a la gente de la guardia:

—Entregadme al detenido, debo llevarlo al puesto de mando.

—Tómalo —dijeron—. No tenemos inconveniente.

Iván se echó al capote sobre los hombros; el gorro lo cogió, le dio unas vueltas entre las manos y acabó por dejarlo en el banco. Salimos de la aldea. Subimos a la loma vecina, él callado y yo callado también. Volví la vista atrás, quería convencerme de si nos seguían. Llegamos a la mitad del campo, dejamos atrás una capilla, a nuestras espaldas no se veía a nadie. Iván se volvió hacia mí y dijo con voz lastimera:

—Padre, es lo mismo, en el puesto de mando acabarán conmigo. ¿Es que tienes la conciencia dormida?

—No, Vania —le dije—, no la tengo dormida.

—¿Y no te da pena de mí?

—Sí, me da pena, hijo, mi corazón siente una angustia mortal…

—Pues si es así, déjame marchar… ¡Es tan poco lo que he vivido en este mundo!

Se dejó caer en medio del camino y me hizo tres profundas inclinaciones. Yo le contesté:

—Cuando lleguemos a los barrancos, hijo, tú echa a correr. Yo, para cubrir las apariencias, dispararé contra ti un par de veces…

Figúrate que cuando era pequeño nunca se le podía sacar una palabra de cariño. Pues entonces se arrojó sobre mí y empezó a besarme las manos… Seguimos un par de verstas, él callado y yo callado también. Nos acercamos a los barrancos, él se detuvo.

—Bueno, ¡despidámonos, padre! Si salgo de ésta con vida, te guardaré respeto hasta la muerte, jamás oirás de mí una palabra grosera…

Me abrazó, mi corazón sangraba.

—¡Vete, hijo! —le dije.

Corrió hacia los barrancos, no cesaba de volver la vista atrás y de decirme adiós con la mano.

Dejé que se alejara viente brazas, me eché el fusil a la cara, y rodilla en tierra para que no temblara la mano, disparé contra él… por la espalda…

Mikishara estuvo largo rato buscando la bolsa del tabaco, tardó largo rato en hacer fuego con el pedernal. Encendió la pipa, haciendo chascar los labios. En el hueco de la mano brillaba la yesca, los músculos se movían en la cara del barquero. Bajo los párpados hinchados los ojos oblicuos miraban con dureza, sin una sombra de arrepentimiento.

—Pues como iba diciendo… Dio un brinco, siguió corriendo como unas ocho brazas, se llevó las manos al vientre y se volvió hacia mí:

—¿Por qué lo has hecho, padre? —y cayó, contrayendo las piernas.

Me acerqué, me incliné sobre él: tenía los ojos en blanco y una espuma de sangre le cubría los labios.

Pensé que estaba en las últimas, pero él se incorporó y dijo, agarrándome la mano:

—Padre, tengo mujer y un hijo…

La cabeza se le dobló a un lado, de nuevo cayó redondo. Con los dedos se comprimía la herida, pero era imposible hacer nada… La sangre no cesaba de salir entre los dedos… Dejó escapar un gemido, se tumbó de espaldas, me miró muy serio, la lengua no le obedecía… Quería decir algo, pero no cesaba de repetir: «Padre… pa… pa… dre…» Las lágrimas me vinieron a los ojos y empecé a hablar:

—Acepta por mí, Vániushka, la corona del martirio. Tú tienes mujer y un hijo, yo tengo siete pequeños. Si te hubiera dejado escapar, los cosacos me habrían dado muerte, y los niños habrían tenido que ir por el mundo a pedir limosna…

Después de un rato expiró sin soltar mi mano, que apretaba entre las suyas… Le quité el capote y las botas, le tapé la cara con un pañuelo y me volví a la aldea…

¡Y ahora júzganos, buen hombre! He sufrido tanto a causa de los pequeños, que el pelo se me ha vuelto blanco. Para darles un trozo de pan no conozco la tranquilidad ni de día ni de noche, y de ellos… Natashka, mi hija, por ejemplo, dice: «Me resulta imposible, padre, sentarme a la mesa a comer contigo».

¿Cómo soportar todo eso ahora?

Con la cabeza colgando, el barquero Mikishara me mira con una mirada pesada y fija; a sus espaldas, un turbio amanecer comienza. En la orilla derecha, en la negra masa de álamos rizados, el parpar de los patos se confunde con el grito ronco y soñoliento:

—¡Mi-ki-sha-ra! ¡Dia-blo! ¡Trae la bar-ca!

1925

(De: Cuentos del Don, 1935. Traducción: José Laín Entralgo)

Fuente: El Ortiba